El villano de la cicatriz

Posted by Unknown On 14:28 0 comentarios



Un tiroteo siempre es algo incómodo para cualquier policía. Esto no era diferente para Bruce Reese, quien se escondía tras la columna de un parking para evitar que unos malechores le pegasen un tiro. 

-¡Soltad al dependiente del Corte Inlgés! –gritó a los ladrones.

Dos hombres habían entrado con metralletas en el Corte Inglés para robar ropa y venderla después en los mercaos de los pueblos a cinco euros la prenda. El dependiente había conseguido dar la alarma de seguridad y la policía llegó cuando los ladrones aún estaban dentro, pero estos se agenciaron un rehén y corrieron hacia el parking para guardar su caro hurto en una furgoneta. Bruce era el único que había conseguido seguirles y se encontraba sin refuerzos; con el chaleco antibalas y el arma reglamentaria de la policía como única compañía. Aquellos personajes no parecían muy amistosos, y tampoco se quedaban sin balas.

En cuestión de segundos los refuerzos aparecieron, el rehén comenzó a gritar y el pobre Bruce, que ya había perdido los nervios, salió de detrás de la columna y disparó. Todos se congelaron en su sitio y el inspector Rasnick ordenó que arrestaran a los ladrones.

-¡Reese…! ¡Has disparado a un civil! –le dijo el inspector con el ceño fruncido.

Bruce soltó el arma y se dejó caer sobre la columna con la mirada perdida. Era la primera vez que le pasaba una cosa así, y sabía que iban a tener que abrirle un expediente por ello.

Aquella noche, cuando regresaba a casa, su coche se paró. Bajó malhumorado para ver si había algún problema y llamar a una grúa, aunque no le dio tiempo. Una limusina paró frente a él. La puerta se abrió y vio a un hombre pelirrojo con una cicatriz que le recorría toda la cara y vestía de morado.

-¿Bruce Reese? –preguntó él.

-Eh… Sí, soy yo –le respondió Bruce con inseguridad.

-Suba, por favor –dijo el pelirrojo sonriendo mientras le indicaba con la mano que se sentase a su lado.

Bruce vaciló por un momento. Subir a una limusina con un tío pelirrojo con una cicatriz gigante en la cara y que viste de morado es precisamente una de las primeras cosas que una madre te prohíbe hacer. Ignoró lo extraño del asunto y subió.

-¿Quién es usted? ¿Por qué sabe mi nombre?

-Me llaman Castor; y, como se habrá imaginado, sé perfectamente quién es usted.
Bruce le tendió la mano, pero su interlocutor la miró con horror.

-No, no, no, no me toque. No me gusta mantener contacto físico. Sé lo que le ha pasado hoy y me temo que no podrá seguir trabajando en su ciudad. Usted debe huir y trabajar para alguien que sepa disculpar sus errores.

-Fue un accidente, no debería haber acabado así.

-Y yo le creo, señor Reese. Me encantaría que los demás pensasen como yo. Sin embargo, vivimos en un mundo cruel donde las personas no tienen segundas oportunidades. Si quiere la suya, deberá dejar lo que tiene y venir conmigo.

-¿Y qué pasa con mi mujer? ¿Y mis amigos?

-Ha matado a un inocente, ¿acaso cree que ellos lo apoyarán? Los asesinos no están bien vistos por la sociedad.

-¡Yo no soy ningún asesino!

-Ahora sí. Yo le daré una nueva identidad.

Pasó una semana y nadie sabía nada de Bruce Reese. Su mujer había obligado al inspector Rasnick a reunir un equipo de búsqueda porque pensaba que lo habían secuestrado, ya que su marido nunca había estado tanto tiempo fuera de casa sin comunicarle nada. Su foto salía en todas las noticias y sus amigos se preocupaban por él. 

Pero desgraciadamente, Bruce no sabía nada de eso. Él se encontraba en un quirófano en aquellos momentos, donde no había mucha cobertura y tampoco había televisión. Se despertó tumbado sin camisa y atado una camilla mediante correas. Un foco le alumbraba la cara, lo que le molestó al abrir los ojos. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo y por qué estaba allí. Intentó levantarse y comenzó a moverse frenéticamente en la camilla al ver que no podía soltarse.

-Se va a caer usted al suelo –le dijo una señora de unos cincuenta años bastante chaparra, con acento mexicano y que llevaba unas gafas con las patillas demoníacamente retorcidas.

-¿Qué estoy haciendo aquí?

La señora se sacó un bote de pronto del bolsillo del delantal y se puso a limpiar el foco encima de él. No había nadie más allí, y la señora de limpieza parecía ser su ticket de ida hacia la libertad.

-¿Puede soltarme?

-No, no… -respondió ella antes de seguir limpiando.

-Por favor. O al menos explíqueme qué es este sitio.

-No, no… Yo no digo…

El tío de la limusina entró en el quirófano con una bata blanca y miró a la limpiadora con rabia antes de coger unos guantes.

-¡Consuela! ¡Le tengo dicho que no limpie cuando estoy trabajando!

-Yo limpio quirófano…

-Pues límpielo después.

-No, no, yo limpio ahora…

-¡Lárguese de aquí! –le gritó Castor sin paciencia.

-Está bien…

Esperó a que la señora se fuera para dirigirse a Bruce.

-¿Cómo se encuentra, señor Reese? ¿Bien? ¿Necesita más tranquilizantes?

-¿Para qué iba a necesitar tranquilizantes? ¿Y por qué estoy atado?

-Se puso usted bastante violento durante la operación. Tuvimos que atarlo y darle una cantidad considerable de tranquilizantes. ¡Pero parece que ya está usted bien! Comprobemos qué tal funciona.

-¡¿Qué operación?!

Castor le desató las correas y le inyectó una aguja sin prestarle la menor atención.

-¿Por qué no me baila usted el aserejé?

-No pienso bailar eso… ¿Qué era esa aguja?

-¿No quiere? Yo sí. Baile el aserejé, por favor –pidió de nuevo mirándolo directamente a los ojos.

La cabeza de Bruce comenzó a doler hasta el punto que creía que estallaría. Sentía como si se estuviera electrocutando y podía oír la voz de Castor dentro de su cabeza ordenándole que bailase el aserejé. Sin haberlo pensado siquiera, sus músculos comenzaron a moverse solos haciéndolo a bailar la canción de las Ketchup.

-¿Qué me está haciendo? 

-Es un pequeño dispositivo que pongo a todos mis trabajadores. Es en parte un GPS y a la vez me permite tener control mental sobre ellos, por si acaso alguien decidiera traicionarme.

-Usted controla la mente a su gente, ¿quién iba a querer traicionarle?

-No me gustan las ironías.

Se oyó una fuerte explosión y el quirófano voló por los aires. Bruce cayó contra un árbol, levantó la cabeza y vio trozos metálicos que volaban por los aires y lo que había sido el quirófano ardía en llamas. Se encontraba en lo que parecía un bosque, y, aunque no sabía el camino de vuelta a casa, salió corriendo justo antes de que se oyera otra explosión. Comenzó a correr intentando no hacer caso de la sangre que le resbalaba por la pierna ni del dolor que sentía por todas partes. De lejos pudo oír otra de esas explosiones y una carcajada que ya tenía más que conocida de fondo. Agradeció a Barney Green su aparición ya que le había dado la oportunidad de escapar. Siguió un camino hasta que llegó a la ciudad y continuó corriendo hasta la comisaría de policía.

-¡Mallory! ¡Mallory, necesito ver al inspector Rasnick! –gritó a su compañera del pelo a lo afro.

-¿Bruce? ¿Dónde te habías metido? ¡Todo el mundo está buscándote! ¿Por qué vas tan margullado? ¡Estás sangrando! ¿Y tu camisa?

-Mallory, por favor, deja de hacer preguntas y busca a Rasnick.

En quince minutos se encontraba en el despacho del inspector con un agente del EDSPGA y un coronel de la marina.

-Se hace llamar Castor –dijo el coronel tirando una carpeta con la foto del tipejo pelirrojo sobre la mesa -. No sabemos su verdadero nombre, pero sabemos que es un científico que se dedica a robar secretos de estado y a atentar contra el país. Señor Reese, usted ha colaborado con él y por ello me veo obligado a citarlo a un juicio castrense.

-¿Un lunático me implanta un chip y ahora me quieren castrar?

-Reese… -le susurró el inspector al oído -, castrense de militar, no de castrar.

-Oh… 

-Coronel Marks, es obvio que Reese no sabía de quién se trataba este individuo. Nuestra prioridad ahora debe ser sacarle ese dispositivo al agente y dar con el paradero de Castor –dijo Rasnick.

-Bueno… tiene un buen expediente, lo dejaré pasar por esta vez.

Al acabar la reunión Mallory lo agarró por detrás.

-Tienes que ir a visitar a alguien al hospital.

-¿Yo?

-¿Recuerdas a aquel dependiente del Corte Inglés?

-Le disparé por error… ¿es que no murió?

-¿Morir? ¡Le diste en la rodilla! Quiso verte en cuanto recuperó la consciencia para agradecerte que lo salvaras de aquellos ladrones.

Bruce se sintió estúpido. No había matado a nadie, y si hubiera preguntado antes se habría ahorrado tantas horas de culpabilidad y el chip en su cabeza.

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Historia del dragón de Madera

Cuando Ela creó los mundos y envió a los elementales a crear vida en ellos estos crearon a los dragones.
En el joven Shadow, los elementales crearon cuatro especies de dragones basados en ellos mismos, un dragón agua, uno de tierra, uno de viento y uno de fuego.
Además, el primer ser oscuro que se creó en aquel lejano mundo fue un Goracord. Un ser pequeño y verde que podía manipular el fuego. Más tarde en otros mundos, esos seres son llamados duendes.
Con el tiempo, los dragones de agua se hundieron en las profundidades y los de fuego se solidificaron en el interior de los volcanes. Solo los dragones de madera y los de viento quedaron sobre la tierra.
Tratando de dañar la obra de Ela, Goracord buscó la guarida de uno de los dragones de madera, y cuando la hubo encontrado esperó a que su morados regresara y le prendió fuego a él y a su hermano.
Los dos dragones de madera se asustaron y huyeron, pero uno corrió sin más y el otro corrió hacia el mar y se mojó en la orilla y pidió ayuda al dragón del agua y este sacó el agua más fría del mar y llamó al dragón del viento que enfrío el agua hasta que el fuego se apagó, pero el dragón se congeló y al romperse el hielo ya no era de madera. Ahora era de carne y hueso y su piel, estaba cubierta de escamas. Su aliento también se congeló y congelaba todo lo que tocaba. El primer dragón de hielo había nacido y desde entonces su estirpe ha protegido la obra de Ela. Pero, su hermano, que huyó, no encontró ayuda y se consumió. No murió, pero su piel quedo cubierta de escamas del color del fuego y su aliento ardía continuamente y quemaba aquello que tocaba. Juró destruir la obra de Ela como venganza por no ayudarle, y ese fue el principio de la enemistad de los dragones de carne y hueso.

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Los buenos nunca mueren

Posted by Unknown On 12:34 0 comentarios

Hace unos meses perdí a mi hermano, literalmente hablando. No sé dónde está.

Mi hermano mayor Henry se vino a vivir conmigo hacía poco porque había encontrado trabajo haciendo prácticas en la comisaría de policía de mi ciudad. Una noche no regresó a casa. Ni a la otra, ni a la otra, ni a la otra. Así durante ocho meses.

Al principio no le di importancia, pero cuando vi que no podía dar con él comencé a preocuparme y empecé a beber y a drogarme. Perdí el vicio una noche en la que me encontré a Belén Esteban pidiéndole coca a mi camello sin tener pasta y éste y sus matones la apalearon y la tiraron a una cuneta mientras ella gritaba “pues aun tengo mono, ¿vale?” como una loca. No es que me importe que zurraran a Belén Esteban, sino que yo también estaba sin blanca y había ido con el mismo propósito que ella. No quería acabar así, de modo que me puse a investigar acerca de mi hermano hasta que conseguí un nombre. Bruce Reese. Y aquí estoy, sentado en la comisaría esperando a que el señor Reese pueda hablar conmigo.


-Señor Conway, su mesa está por ahí –me dijo una mujer del pelo a lo afro que me hizo saltar de mi asiento con su repentina aparición.

Me dirigí hacia donde ella me había dicho y me senté frente a un hombre de mediana edad con el pelo corto y rubio, ojos azules y cara de no haber dormido nada. Claramente hacía días que no se afeitaba, aunque su traje estaba bien planchado.

-Michael Conway… me suena tu nombre. Y tu cara. ¿Nos hemos visto antes? –preguntó él.

-No, nunca. Soy hermano de Henry, él estuvo trabajando aquí hace ocho meses.

-¡Claro, Henry Conway! Por supuesto que lo recuerdo, ese chico se había aliado con el karma para dejarme sin corbatas. Os parecéis mucho, ¿cómo está?

-Desaparecido. No sé nada sobre Henry desde que trabajó aquí. Un día dejó de aparecer por casa y nunca más pude contactar con él.

-Se fue después de equivocarse con un caso.

-¿Se fue? ¿A dónde?

-Eso no lo dijo a nadie. Recuerdo que estaba empecinado con encontrar una cabaña en la que vivía Barney Green.

-¿El tipo que quema a la gente?

-El mismo, ¿has oído hablar de él? –preguntó entrecerrando los ojos.

-Sale mucho en las noticias. Oiga, me gustaría saber cuál fue el último lugar en el que estuvo.

Me dio un papel con una dirección que me llevó hasta una montaña. A mí nunca me gustó la montaña ni los bichos ni los senderos que te alejan de la mano de Dios. Admito que no sentía simpatía por el ambiente, sólo debía seguir por Henry. 

Había caminado ya varios kilómetros cuando me encontré a un viejo pequeñito con una barba canosa que le arrastraba por los suelos y vestía una sotana azul marino. 

-¿Quieres una estampita? – preguntó amablemente el viejecillo.

-No, gracias. Es que… soy judío. – le mentí, sí, pero no llevaba suelto y me sabía mal no comprarle una estampita.

-Cállate sarnoso. Mira, también vendo crucifijos.

-¿Crucifijos…?

-Sí. Sale Jesús crucificado en una cruz, ¿quieres uno?

-No.

-También tengo figuritas. Tengo una de un mono enjaulado en una jaula.

-¡No quiero nada de sus artículos de contrabando, me está haciendo perder el tiempo!

-¡Veste a la mierda, mugroso descarao! ¡¿No quieres comprar una estampita?! ¡Pues no te doy una estampita!

Le di la espalda al viejo y comencé a andar rápidamente. Aún así podía oír lo ofendido que estaba por la juventud de hoy en día y su enfado por haber perdido una compra.

-…¡¿Qué no quieres un mono enjaulao en una jaula?! ¡Pues no te doy un mono enjaulao en una jaula, mira tú qué problema! ¡Listillo repeinao! ¡Infiel!

Estaba tan preocupado por no preocuparme por el abuelo que me perdí. Pronto me vi rodeado por árboles, y seguramente hubiera empezado a llorar de no ser por una casita que estaba cerca del río. Toqué a la puerta con la esperanza de que alguien me abriera y me indicase dónde me encontraba. Una señora mexicana con un vestido rosa y unos guantes de fregar verdes fue quien salió de aquella cabañita.

-Señor astronauta no aquí… –me dijo ella con impaciencia en la voz.

-¿Astronauta? ¿Qué…? No, mire, me he perdido y me gustaría saber dónde…

-No, no… –interrumpió para después ir cerrando la puerta poco a poco.

-¡Espere! ¡Necesito su ayuda!

-No tenemos dinero…

-No quiero dinero, quiero una indicación. Si sólo…

-No, no… -volvió a interrumpir.

-¡Pero oiga…!

-No, no…  -dijo elevando la voz mientras negaba con la cabeza y después cerró de un portazo.

Volví a quedarme sólo en medio del bosque sin saber a dónde ir. Me entró sed y me acerqué al río, y cuando me agaché para beber, mis ojos no creían lo que veían. Entre hojas y ramas se escondía el bolígrafo de mi hermano. Me encontraba en el mismo lugar en el que él había estado, y aunque no tuviera más pistas, me sentía muy cerca de lo que buscaba.

Victorioso, me levanté y me puse a bailar el Gangnam Style para celebrarlo. Mientras bailaba, golpeé una roca que había a mi lado que, en lugar de rodar del sitio, abrió una trampilla en el suelo sólo a un par de centímetros a mi lado. Me agaché y miré por ella, aunque no conseguí ver nada ya que estaba muy oscuro. Antes de que pudiera volver a ponerme en pie, dos hombres vestidos con traje y sombrero llegaron y me golpearon en la cabeza dejándome inconsciente.

Me desperté en una sala completamente blanca. Mis muñecas y mis tobillos estaban sujetos a una silla mediante correas y dos focos de luz blanca apuntaban a mi cara.

-¿Quieres jugar a un juego? –escuché detrás de mí.

-¡¿Qué?!

-Na, era broma. ¿Cómo está esa cabeza? –dijo un tío calvo y gordo sonriendo.

-¿Dónde estoy? –le pregunté aturdido.

-En el edificio del EDSPGA. Debería haberte traído un ibuprofeno.

-¿Qué hago aquí? ¿Qué sucede?

-Has encontrado la guarida de Barney Green, eso sucede. Por el bien de la humanidad no podemos dejar que eso salga a la luz.

-¿Lo protegéis? ¡Ese golpe podría haberme matado!

-No, nosotros somos los buenos. Y tú también eres bueno. 

-¿Lo soy?

-Claro. Ya sabes… en las películas los buenos nunca mueren, sólo se hacen mucha pupa. 

-Entonces debo ser un santo. ¿Saben dónde está mi hermano?

-Tu hermano también era de los buenos. Al igual que tú, encontró la guarida de Green… solo que él tuvo la mala suerte de quedarse encerrado allí dentro y morir quemado.

-¿Murió quemado? ¿Pero no acaba de decir que los buenos no mueren?

-Eso son matices. Oye, ¿has visto alguna vez Men In Black? –dijo escondiendo una mano tras su espalda.

-Sí. ¿Qué importancia tiene eso ahora?

-Ninguna, solo que voy a flashearte –dijo volviendo a mostrarme su mano y apuntándome con un inesperado utensilio que acababa de sacar detrás de su espalda.

-¿Con una plancha? –pregunté burlándome de él.

-¡Es una plancha flasheadora, yo elegí el modelo! Y ahora, espero que te guste tu nueva vida –dijo antes de pulsar el botón de temperatura baja haciendo que la plancha emitiera un flash.

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Érase una de Dios

Posted by Unknown On 12:02 0 comentarios

El día era lluvioso y frío. Bruce Reese estaba en la comisaría de policía ordenando los papeles de su escritorio cuando tres monjas entraron causando un gran estrépito. La más vieja de las tres había resbalado, seguramente a causa de la conspiración entre la lluvia y el escurridizo suelo, y las otras dos la intentaban poner en pie.

-¡Señoras…! –decía Bruce corriendo a socorrerlas –Hermanas… como sea. ¿Se encuentra bien?–preguntó a la que se había caído después de levantarla.


La monja miró a las demás sin contestar nada.

-Sor Clotilda no puede hablar, ha hecho un voto de silencio –anunció la monja de mediana edad, la cual llevaba unas gafas de culo de vaso con un cristal empañado y polvoriento.

Perplejo, Bruce las invitó a sentarse en su escritorio para hablar de lo que fuese que las había llevado hasta allí.

-¿Y bien? ¿Tienen algún problema?

Sor Clotilda y la monja más joven miraron a la de las gafas sucias mientras hacían gestos extraños con las manos.

-Ya, ya… ¡ya se lo digo! –exclamó ésta –¡Ay señor! Verá, Sor Clotilda y Sor Azofaifa no pueden hablar por el motivo antes mencionado. Yo soy la hermana Sor Bandurria, responderé sus preguntas. Hemos venido para denunciar la desaparición del padre Casimiro, que Dios lo ampare.

-¿Cuándo lo vieron por última vez?

-Hace tres días, que Dios lo ampare. No hemos vuelto a saber nada de él desde que se fue.

-¿Tienen idea de adónde iba?

-Nosotras cocinamos pescado para la beneficencia. Con la subida del IVA, el padre Casimiro, que Dios lo ampare, pensó que nos saldría más económico si él iba a pescar los peces. Fue al río entonces y todavía no ha vuelto ni se ha puesto en contacto con ninguna de nosotras.

-Necesitaré una foto del padre Casimiro para poder identificarlo –dijo Bruce antes de que Sor Bandurria le tendiese una fotografía del carnet de socio del grupo de autoayuda “Canciones Celestiales” -. Pueden estar tranquilas, lo encontraremos. Las avisaremos en cuanto tengamos novedades.

Bruce preparó un equipo de búsqueda para ir al río en busca del párroco desaparecido. Se pasaron la mañana buscando a lo largo del río y los alrededores algo que pudiese indicar que el padre Casimiro había estado allí. No fue hasta el mediodía cuando llegaron hasta la altura de la presa y encontraron un pequeño barco de pesca encallado en la otra orilla. 

-Que alguien me traiga ese barco. Mallory, tú entras conmigo a echar un vistazo. Si no encontramos nada llamaremos a criminalística.

Los guardias de la presa ayudaron a la policía a llevar el barco a la orilla en la que se encontraba todo el equipo de búsqueda. Reese y Mallory subieron en busca de pruebas.

-No hay señales de violencia –dijo Mallory -, aunque aquí hay un zapato. ¿Crees que se habrá caído al agua?

-No tengo ni idea. Quiero que se realice una búsqueda intensiva por todo el río hasta encontrar al cura –ordenó Bruce a su equipo al bajar del barco.

-¡Pero hemos estado buscando toda la mañana! –se quejó Mallory –No hemos encontrado nada útil, ni lo haremos. Si se cayó al agua tan cerca de la presa lo más probable es que se haya ahogado. A estas alturas ya será comida para los peces.

-¿Sí? Pues coge una caña y pesca al que se lo ha comido. 

Se pasaron el día escudriñando el río de arriba a abajo sin suerte. Llegaron tarde y bastante cansados a la comisaría. Bruce se dejó caer en su silla de forma brusca y se pasó la mano por la cara.

-Te dije que no íbamos a encontrar nada allí –dijo la agente sentándose sobre el escritorio y mirándolo con aire de compasión.

-Es imposible que alguien desaparezca así. Tomaremos el secuestro como una posibilidad.

-Nadie ha pedido un rescate.

-Tal vez no pretendían devolverlo. Mañana iré a ver la casa del cura y hablaré con las hermanas.

El padre Casimiro vivía en un ático a lo alto de la iglesia al lado de las escaleras del campanario. Consiguieron una orden de registro, aunque las monjas parecían colaborar con la policía en todo lo que podían. No tenía mucho. Un escritorio, un armario y una mesita de noche al lado de la cama. Por eso era realmente difícil esconder algo gordo allí.

-Eh, Reese, échale un vistazo a esto –anunció Mallory sacando un paquete de unos tres kilos de cocaína del cajón de la mesita.

-Copón de Cristo… ¡vaya con el cura! Reúne a las monjas. O mejor llama sólo a la que puede hablar, esto es desesperante.

Llevaron a Sor Bandurria a la comisaría para interrogarla a pesar de que ella gritaba como loca que no tenía nada que decir. Tuvieron que arrestarla por meterle a un agente un crucifijo de madera en el ojo.

-Sor Bandurria, ¿había visto esto alguna vez? –preguntó Bruce poniéndole delante el paquete de cocaína.
 
-No –afirmó ella desviando la mirada.

-¿Sabe qué pienso? Que está mintiendo. Mentir está muy feo y además es pecado, pensé que alguien como usted lo tendría más en cuenta.

La monja dio un largo suspiro, se quitó las gafas y limpió el cristal limpio, sin tocar el otro lleno de polvo, antes de volvérselas a poner.

-Sí –dijo ella secándose el sudor del labio superior con el dorso de la mano.

-¿Sí qué?

-Sí lo había visto antes –respondió con nerviosismo.

Bruce sonrió y se cruzó de brazos. Miró fijamente a la monja, cuya cara perlaba el sudor, y se inclinó hacia ella.

-Cuénteme todo lo que sepa.

-Ya nadie dona dinero en las recolectas de los domingos, ¿sabe? La gente sólo deja calderilla. Y los que seguimos el camino de Dios también tenemos que comer. Un vagabundo acudía bastante seguido para confesarse porque robaba carteras, y un día salió el tema de la venta de cocaína. Él la conseguía y el padre Casimiro, que Dios lo ampare, negociaba con los cárteles colombianos… después se repartía el dinero.

-¿Habían más de éstos –preguntó señalando el paquete- en el ático del párroco?

-Sólo dejó ese allí. Se llevó otros dos con su barco.

-¿No iba de pesca?

-No, se conoce que el intercambio siempre era en el río.

-¿Por qué mintió sobre eso también?

-Me cago en la hostia consagrá, hijo mío, ¡pues porque es ilegal!

-Ya veo. ¿Sabe con quién negociaba exactamente?

-Una banda que hacía de intermediaria… los Cuerdos del Prado, se llaman.

-¿Los… Cuerdos del Prado? ¿En serio?

-¡Sí, sí! ¡Eso he dicho, la virgen! ¡Que está sordo ahora también el policero!

-Encontraremos al padre Casimiro –le dijo Bruce levantándose de su silla -, y ya hablaremos más tarde de la venta de droga.

Al salir por la puerta, Mallory lo esperaba con un fajo de papeles.

-Vi el interrogatorio, no es necesario que me cuentes nada. He buscado también toda la información que he podido sobre los Cuerdos del Prado, aquí aparece una dirección.

-¿Te has dao cuenta tú también, no?

-¿De qué?

-¡Han parodiado al Loco de la Colina!

-No sé de qué me hablas. Vamos.

Llegaron hasta una casa abandonada y con granero que olía a pólvora a las afueras del pueblo. Tocaron a la puerta y se identificaron para que los dejasen pasar. Al no obtener respuesta, Bruce fue por la puerta de atrás para ver si había alguien en la casa.

Con la pistola en alto, entró por una puerta que daba a la cocina, y el corazón casi se le sale del pecho al verse rodeado entre las llamas. Gritó a Mallory para que fuese a buscar ayuda mientras él se adentraba en la casa para asegurarse de que no había nadie.

Debía haberlo sabido al sentir el olor a pólvora al llegar. El fuego todavía no era muy potente, por lo que pudo distinguir con claridad al padre Casimiro y a un hombre gordo y moreno tumbados en el suelo del salón con la tele encendida. Como pudo, se echó al párroco sobre los hombros e intentó arrastrar a su corpulento amigo hacia la salida. 

El fuego se avivaba y el humo a penas lo dejaba respirar. Consiguió seguir avanzando entre toses, pero cuando se encontraba a un par de metros de la puerta, cayó al suelo y se desmayó.

Despertó en el hospital y la primera imagen que tuvo fue la del inspector Rasnick sentado a su lado.
-Inspector… ¿qué pasó? ¿Está bien el cura?

-Lo cierto es que no. Tu compañera llamo a los bomberos, y éstos llegaron a tiempo para sacaros a los 3 intactos de la casa. Sin embargo, ellos ya estaban muertos. Al hacerles la autopsia pudimos comprobar que les habían echao droga en el Colacao… murieron de sobredosis.

-¿Qué hay de las monjas?

-Arrestadas por narcotráfico. La semana que viene irán a juicio.

-¿Y el incendio?

-Ah, el incendio… Después de una profunda investigación, descubrimos que los Cuerdos del Prado vendían Peta Zetas con bastante regularidad a Barney Green. Al parecer se equivocaron con su último pedido y le dieron una bolsa de sacarina por error. Green se cobró ese error quemándoles toda la mercancía del granero y su guarida.

-¿Barney Green está metido en todo esto? ¡Pues vamos a por él!

-No, nosotros no. Han venido del EDSPGA, ellos se ocupan del caso a partir de ahora. Y te han traído una gorra –le dijo el inspector con una sonrisa mientras le tendía una gorra roja con las siglas del EDSPGA bordadas en negro. 

Bruce Reese se quedó solo en la habitación del hospital con su nueva gorra sobre la cabeza mientras reflexionaba sobre todo lo ocurrido y sobre el descarado plagio del nombre de los Cuerdos del Prado.

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