Bruce Reese llegaba tarde al trabajo aquella mañana, pero le
daba igual. Hacía dos semanas que trabajaba con un torpe muchacho que estaba de
pruebas y al cual no podía ni ver. El joven no necesitaba más de dos minutos
para hacerle perder los estribos, por lo que Reese se alegraba de verle la cara
diez minutos menos al día.
Al llegar a la comisaría de policía vio al chico sentado en
una silla mientras intentaba encender una cerilla para fumar. Reese resopló al
verlo; no le extrañaría nada que el pobre se tragase el cigarrillo cuando al
fin lograra encenderlo. El muchacho levantó su rubia cabeza al verlo y sonrió antes de correr hacia él.
-Buenos días, señor. Estuve ordenando los expedientes ayer
y… -decía mientras seguía luchando contra la dichosa cerilla.
Reese se sacó un mechero del bolsillo y se lo lanzó para que
pudiese encender el cigarrillo.
-Buenos días, Henry –refunfuñó para después darle la espalda
y alejarse hacia su despacho dando largas zancadas.
El chico lo siguió casi corriendo y cerró la puerta del
despacho. Miró a Bruce con aire de intriga y volvió a sonreír.
-Tengo buenas noticias.
-No sé si quiero saberlo, cada vez que traes una buena
noticia algo malo le pasa a mi corbata.
Henry puso las manos sobre su cintura y, resoplando, volvió
a sonreír.
-Ahora no tengo ninguna bebida en la mano, señor –le dijo
mientras se rascaba la coronilla.
Podría ser que aquella actitud le funcionase con las universitarias
risueñas, pero a su actual y más viejo compañero sólo le producía una sensación
de ansiedad que lo incitaba a echarle las manos al cuello.
-Estuve ordenando los casos de Barney Green y… ¡adivine qué!
-¿Qué? –preguntó Reese siguiéndole el juego con malagana.
-¡Tenemos el testimonio de una mujer que dice saber cómo
encontrarlo!
-¿Qué? Chico, eso es una tontería. Si tuviésemos ese
testimonio del que hablas…
-¡Lo tenemos, señor! –gritaba eufórico –Mire, lo traje
conmigo.
Le tendió un sobre de papel marrón del que Bruce sacó varias
hojas. Les echó un vistazo y miró al joven con los ojos entrecerrados.
-Esta mujer no puede considerarse un testigo, muchacho. Ha
estado en el psiquiátrico durante más de diecisiete años… la hicimos testificar
porque ella estaba en el incendio del hospital y todos hablaron con la policía.
No puedes tomar esto enserio, la señora no ha podido ver a Green tantas veces
como asegura en su testimonio.
-Y asegura haberlo visto en más de diez ocasiones.
-¿Y por dónde lo vio, por la ventana del psiquiátrico? Green
es un fugitivo muy escurridizo, no permitiría que se le viera tantas veces.
-¡Pero no podemos pasar de este testimonio! No podemos hacer
como si no existiera sin haberlo comprobado primero, podría ser una gran pista.
-¿Quieres jugar a ser un policía mayor, huh? Consigue una
visita a esa mujer en el psiquiátrico, consigue que testifique exactamente lo
mismo sin delirar y, suponiendo que consigas todo eso, le preguntas dónde se
esconde Green. Entonces te haré caso.
Y eso era lo que Henry pensaba hacer. Llamó al psiquiátrico y
pidió permiso para poder ver a aquella mujer. Le dijeron que podía verla
aquella misma tarde, y él ya podía ver la cara de todo el cuerpo de policía
cuando les contara lo que había conseguido sin ayuda.
El edificio era triste y frío por dentro. Casi todo era de
color blanco, y los internos vagaban por los pasillos de forma incoherente. El
director le señaló a la mujer que estaba buscando; era una señora de mediana
edad con el pelo corto que abrazaba a un horno de juguete. Henry se acercó a
ella.
-Soy el agente Henry Conway –le dijo enseñándole su placa.
La mujer lo miró con los ojos muy abiertos y soltó el horno. Se acercó a él y
le olió la chaqueta.
-¡Chorizo! –exclamó ella.
Henry la cogió de los hombros y la separó para poder mirarla
a la cara.
-Señora Farruquita, soy agente de policía. Míreme, señora…
necesito que me hable de Barney Green. Es muy importante, por favor.
Farruquita suspiró y bajó la mirada.
-Espera un momento, que se me quema la pizza –dijo antes de
abrir el hornillo de juguete, sacar una pizza y bailarle cual sevillana
luciferiana.
-¿Es… es eso necesario? –preguntó Henry perplejo.
-Sí, o se queman las especias –respondió ella -. Barney
Green vive en una cabañita en la montaña cerca del río. Yo antes vivía ahí, él
me saludaba todas las mañanas.
-¿Podría escribirme la dirección?
Henry llegó eufórico a la comisaría blandiendo el papel con
la dirección de Barney Green por todas partes hasta que le tiró el café al
inspector Rasnick y le manchó a corbata al pobre agente Reese. Enfurecido, le
dijo que en esa zona no habían casas y que no lo acompañaría porque tenía que
cambiarse la corbata. Así que de nuevo, fue solo.
Siguiendo las instrucciones de Farruquita, encontró una
cabaña cerca del río tal y como había dicho. Tal vez la señora no estuviese tan
loca. Tocó a la puerta con una mano sobre la pistola en su cinturón por si la
cosa se ponía fea. Y aunque bastante fea pintaba, no era como él habría
esperado. Le abrió la puerta una señora mexicana con vestido rosa y guantes de
fregar amarillos que usaba unas gafas con las patillas extrañamente retorcidas
y un corte de pelo de seis dólares.
-Hola, soy…
-No, no… -dijo ella interrumpiendo –Señor leñador no aquí.
-¿Leñador? No, soy policía, busco a Barney Green.
-No, no… -insistía mientras intentaba cerrar la puerta.
-¡Oiga, espere, sólo un segundo! –exclamaba Henry alarmado,
poniendo su brazo sobre la puerta de la cabaña para evitar que cerrase.
-No tenemos dinero…
-¡Sólo quiero saber si por aquí vive Barney Green!
-No, no… -dijo ella cerrando finalmente.
Henry se planteaba si debía volver a tocar cuando comenzó a
percibir el aroma de madera quemada. No era un gran misterio, ya que la montaña
ardía.
Comenzó a correr hasta que oyó gritos y pensó que alguien
necesitaba ayuda, de modo que retrocedió.
-¡Hostia puta! ¡Mira como se quema ese camaleón! Vamos a
acercarnos, ven.
-Cuidado Frank, eso podría ser peligroso.
-¡Calla cojones! ¡Cagao, que eres un cagao! –le gritaba
Frank de la jungla a su cámara mientras agarraba por la cola a un camaleón en
llamas.
-Frank, ese bicho está quemando, deberíamos irnos.
-¡Calla cojones! ¡Grábalo, grábalo! ¡Pero enfócame a mí!
¡Pero al camaleón también! ¡Enfócame a mí sacando al camaleón! ¡¿Pero tú estás
tonto?!
-¡Hey! –les gritó Henry -¿Se puede saber qué hacéis aquí
quietos? ¡Corred!
-¡Mierda, me estoy quemando el culo! –exclamó Frank sudoroso
-¿Sabéis que va bien pal fuego? ¡El agua!
Y dicho esto se acercó corriendo a la orilla y se tiró al
río. Su amigo lo imitó y se lanzó al agua con la cámara en alto; y Henry, sin
saber qué hacer, fue tras ellos.
Mala suerte tuvo el joven policía de resbalar con una roca
al saltar y darse en la cabeza, por lo que estuvo flotando en el agua
inconsciente durante horas hasta que se despertó al otro lado del río. Estaba
solo y no sabía dónde se habían metido los otros dos, pero le preocupaba más el
incendio. Afortunadamente, ya nada ardía, aunque el paisaje olía a chuscarrao.
Quiso volver al punto inicial para continuar con el trabajo que
realmente lo había llevado hasta allí. Siguió la orilla hasta que llegó adonde
había perdido a Frank y al cámara. Iba tan concentrado en ver alguna cabaña,
que tropezó con una roca que había en el suelo y cayó sobre un montón de
hierbas.
Aquella piedra debía ser alguna especie de palanca, porque
el suelo se abrió bajo él y cayó por un túnel subterráneo que también iba por
debajo del agua. Mientras gritaba y caía a una velocidad impresionante, Henry
podía ver el fondo del río y a todos los animales que vivían en él. En aquel
momento decidió que jamás volvería a bañarse en un río.
El recorrido terminó en el sótano de lo que parecía un búnker
submarino. Todo estaba oscuro y olía bastante fuerte, le recordó a el olor del
coche del inspector Rasnick.
-Mierda, no veo nada… -se lamentó Henry -¡Un momento! ¡El
mechero de Reese!
Sonrió y sacó del bolsillo de su pantalón el mechero que
Reese le había dado aquella mañana en la comisaría para encenderse un
cigarrillo. Ahora que podía ver mejor, dio varias vueltas para buscar una
salida; pero el suelo estaba encharcado y él resbaló, tirando el mechero al
suelo. Aquella fue una mala caída, ya que el olor no era a coche sino a
gasolina, y el sótano estaba empapado en ella. Todo comenzó a arder y nadie
pudo escuchar los gritos de socorro de Henry a kilómetros bajo el agua.
A la mañana siguiente, Bruce Reese llegó puntual a la
comisaría de policía.
-Eh, Mallory –le dijo a una agente con el pelo a lo afro
-¿Has visto a Henry esta mañana?
-No, pero suele llegar temprano.
-¡Ja! Seguro que ese mocoso está pensando una buena excusa para
no quedar en ridículo porque no encontró la guarida de Barney Green.