Continuación coming soon

Posted by Marta R. On 13:41 0 comentarios

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Era un día muy ajetreado en el plató de Oprah. Iban a tener a Barney el dinosaurio como invitado y todo el mundo andaba de aquí para allá intentando que todo fuera perfecto para cuando él llegara, ya que habían oído que era un dinosaurio muy exigente. Oprah estaba en su camerino bastante nerviosa porque su invitado se retrasaba. Su asistente entró rápidamente en el camerino blanco como la cera y cerró de un portazo.

-Oprah, tenemos un problema. Un problema con el invitado.

Harta de cambiar la decoración cinco veces a gusto de Barney y de que le surgieran tantos contratiempos, Oprah puso los ojos en blanco.

-¿Y ahora qué quiere ese pedazo de gomaespuma andante?

-Nada, Oprah. El problema es que no va a querer nunca nada más, o al menos no en este mundo. Lo han encontrado muerto en el bus en el que venía, al parecer nadie se dio cuenta hasta la hora de llegar porque no deja que nadie viaje con él en su zona vip.

-¿Ha muerto? Qué fue, ¿un ataque al corazón, lo envenenaron? –preguntó Oprah curiosa.

-Lo han rajado en canal.

-Oh Dios mío…

-Sí, ha sido horrible, toda la espuma por ahí tirada…

-Espero que lo limpien los de su equipo.

-Desde luego. Pero me temo que hoy no habrá programa, Oprah. Tenemos a la policía ahí fuera haciendo preguntas a todo el mundo.

Al escuchar eso a Oprah se le cayó el cielo encima. Era indignante que la policía le impidiera hacer su trabajo. Se dirigió aceleradamente hacia donde estaban los policías, el bus, su equipo y el del difunto.

-Agente, ¿qué sucede aquí? ¿Por qué no pueden emitir mi programa?

-¡Oprah! Soy el agente Bruce Reese, mi mujer es una gran fan –dijo el polcía estrechándole la mano.

-Reese, ya he interrogado a todos y ninguno me ha dicho nada interesante ni parecía sospechoso –interrumpió una agente menuda con el pelo a lo afro.

-¿Has interrogado absolutamente a todos? ¿Y nada?

-Bueno, sí…  -dijo la chica dando un repaso a todos los presentes con la mirada -. Menos a aquella muchacha de allí, la que esta apartada. Es la que le llevaba los cafés a Barney, se llama…

-Lilah –susurró Reese más para él que para su compañera.

-Sí, ¿cómo lo supiste?

-Coincidí con ella en otro caso, la habían quemado viva. Que alguien me la traiga, me gustaría hablar con ella… ¡Eh! –gritó a otro agente que se encontraba más cerca de la chica -, ¡Tráemela!

Lilah, que estaba sentada sobre los escalones del camerino de Oprah, alzó la vista en cuanto oyó gritar a Bruce. Al ver que la señalaban, se levantó de un salto y comenzó a correr como si la persiguiera el diablo. Varios agentes de policía corrieron tras ella, incluido Bruce Reese. 

La joven les sacaba ventaja, ya que iba tumbando todos los objetos que tenía a su alcance para obstaculizar el paso a la policía. Poco a poco se iba abriendo paso hacia la salida, si Bruce no hacía algo para detenerla iba a perder a la principal sospechosa de un asesinato. Aceleró la marcha; estaba seguro de que podría cogerla cuando llegara a un puesto de perritos calientes que había a la salida, ya que debería bordearlo y él la agarraría por el otro lado. Un plan perfecto si no hubiera sido porque ella saltó el puesto de perritos, salió a la calle y le quitó la bicicleta a un ciclista que acababa de parar a beber agua.

-¡Maldita sea! –gritó Reese, que no se daba por vencido. Se puso en medio de la carretera, paró al primer coche que le vino de cara, sacó al conductor pidiendo disculpas y fue tras la bicicleta.

La localizó una calle más adelante, era imposible que una bicicleta ganara a un coche. Ella también debió de darse cuenta y dio una vuelta brusca cambiando de dirección. Al intentar seguirle el paso, Reese casi se lleva a otro coche por delante. 
Lilah se había colocado justo detrás de él, y al no conseguir quitársela de encima decidió dar marcha atrás. Parecía que eso era justo lo que ella quería, ya que soltó la bicicleta y aprovechó para agarrarse al coche y subir sobre la capota. Bruce paró en seco y ella saltó a un autobús. Bajó del coche justo cuando una furgoneta de gitanos chocó contra él. Sin preocuparse por el coche o por los gitanos, que maldecían por su papa, buscó el autobús en la carretera. Ella ya había desaparecido, había hecho tarde.  Y se habían reído de él.

Bruce volvió cabizbajo al plató, donde todos lo esperaban.

-¿Dónde está la chica? –preguntó la agente afro.

-Escapó.

-¡¡Reese!! –resonó el grito del inspector Rasnick que avanzaba furioso.

-¿Inspector Rasnick? ¿Qué hace usted aquí?

-¡Reese, eres un insensato! ¿Cómo se te ha podido escapar una adolescente de 16 años?

-Es más ágil de lo que parece, señor…

-Esto se te va de las manos, Reese. Llevo buscando a esa chica dos meses, a partir de ahora yo me encargaré del asunto –anunció Rasnick antes de alejarse tranquilamente con las manos en los bolsillos de su gabardina beige.

-¿Qué? –exclamó Bruce corriendo tras el inspector- Señor, no puede retirarme del caso. Es mi caso, quiero decir… yo puedo encargarme.

-No, no puedes. Una adolescente te ha ridiculizado ante todos y ahora quieres probar sus magníficas habilidades como policía. Esto no es un juego de niños, Reese, y quedas relevado del caso.

Sin ideas para convencer a Rasnick para que no lo dejasen al margen, Bruce no tuvo otra opción más que volver a su casa. 

Y eso haría; volvería a casa, pero no pensaba quedarse de brazos cruzados. Aquel era su caso y él pensaba seguir investigando la muerte de Barney y conseguiría seguirle la pista a Lilah. Estaba sentado en su escritorio cuando sonó el teléfono.

-¿Sí?

-Hola, agente Reese.

¿Por qué siempre tenía que llamarlo por teléfono? ¿Y de adónde había sacado su número?

-¿Qué quieres, Green?

-Esas no son formas de hablarle a un viejo camarada. He estado preguntándome… ¿dónde habrá dejado la policía los restos de Barney el dinosaurio?

-¿Es que tú tienes algo que ver con esto?

-No creo que fueran tan estúpidos como para recoger todos esos pedacitos de gomaespuma y meterlos en una bolsa de basura. Porque todos sabemos donde acaban las bolsas de basura, ¿lo sabe usted, Reese?

-No me trates como si fuera un estúpido, maldito chiflado.

-Tranquilo… no es culpa mía que esté frustrado porque lo haya ganado una niña hoy. Los contenedores de basura son unos lugares muy peligrosos para colocar dispositivos de incendio.

-¡¿Has puesto una bomba en los restos del dinosaurio?!

-Esa es una forma muy fea de decirlo…

-¡Cabrón!

-Tiene media hora –dijo antes de colgar.

Bruce se apresuró a coger su coche para llegar al plató de Oprah. Justo al doblar la esquina, se encontró con un enorme atasco. Maldiciendo, buscó su móvil por los bolsillos de la chaqueta.

-¿Inspector Rasnick? Escúcheme, tiene que evacuar el edificio… hay una bomba en el contenedor.

-¿Qué estás diciendo, Reese? Creí haber hablado bastante claro cuando te dije que ya no trabajas en el caso.

-Lo sé, señor, pero tiene que escucharme. Barney Green ha colocado una bomba en los restos de Barney el dinosaurio, que están en el contenedor del estudio de Oprah. Estoy en medio de un atasco, no conseguiré llegar antes de treinta minutos…

Bruce se quedó paralizado cuando escuchó una fuerte explosión al otro lado del teléfono.

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Un caso muy común

Posted by Marta R. On 12:02 0 comentarios



Había tenido una mañana muy dura. Al llegar al departamento de policía me dieron un caso que me obligó a moverme hasta un hospital cerca de la costa. Entré de mal humor y me recibió un hombre negro envuelto en una gabardina beige, delgado, muy alto y calvo que se daba ligeros golpecitos con los dedos en su pierna derecha.
-¿Bruce Reese? –dijo extendiéndome su mano.
-Sí señor, usted debe ser el inspector Rasnick.
-En efecto. Acompáñeme y lo pondré al día.
Me llevó a una habitación donde una enfermera acomodaba la almohada a una chica morena llena de quemaduras que estaba conectada a varias bolsas de suero.
-Es la quinta víctima en tres semanas. Por suerte para nosotros, la primera viva.
-¿Víctima? ¿De qué?
-De quién, mejor dicho. Ha habido cinco casos de combustión espontánea en la playa, comenzamos a investigar a partir de la segunda víctima. Al principio se pensó que podía haber sido a causa del sol, pero descartamos esa opción en cuanto aparecieron más casos. Puse a trabajar a un equipo de cerebritos en un laboratorio y no han conseguido darme una respuesta para esto todavía. La única solución, pues, es que alguien está quemando a la gente mientras toman el sol en la playa. Busqué casos relacionados con la quema de personas y me apareció su expediente, señor Reese. Estoy al tanto de ese maníaco llamado Barney Green.
-¿Ya saben que fue él?   
El inspector titubeó.
-Esta es Lilah Flowers, 16 años –dijo señalando la camilla -. Está sedada ahora, pero esperamos que pueda ayudarnos a conseguir un retrato robot al despertar. Decidí adelantarme a los hechos y lo llamé primero, ya que es usted experto en este tema.
Perfecto. Once años de terapia para conseguir olvidar al maldito enano verde y cuando por fin me reincorporo a la faena me dan un caso suyo. Barney Green por aquí, Barney Green por allá… ¡ese tipo verde está hasta en la sopa!
Pasaron dos horas hasta que la chica despertó y el inspector me pidió que fuese a hablar con ella.
-Hola –dije sonriendo al entrar, intentando parecer amable.
Ella se limitó a mirarme un par de segundos seriamente y después desvió la mirada.
-Bien, intentémoslo de nuevo. Soy Bruce Reese… soy policía. Me gustaría hacerte algunas preguntas sobre la persona que te hizo eso.
-¿Qué persona? –preguntó con la voz ronca y arqueando una ceja.
-Un tipo verde y pequeño. Necesito que me hables sobre él para poder encontrarlo.
-No sé de qué me habla.
Comencé a desesperarme.
-Está bien… cuéntame tu versión de los hechos entonces.
Ella me miró fijamente unos segundos antes de comenzar a hablar.
-Estaba yo tomando el sol tranquilamente cuando de repente llegó un dragón y…
-¡¿Un qué?! –dije interrumpiendo. No esperé a que continuara. Salí de la habitación aceleradamente y me dirigí hacia el inspector.
-¿Ya tiene su confesión?
-¡¿Su confesión?! ¡Esa chica no está en sus cabales! ¡Me habló de un dragón!
-¿Un dragón dice? ¡Reese! ¡La muchacha está en plena posesión de sus facultades! ¡Ahora deje de ralentizar el caso y consiga su confesión!
Está bien, no iba a llevarle la contraria a ese hombre. Resoplando, volví a la habitación y me quedé mirándola desde la puerta.
-Muy bien, Lilah. Intentémoslo de nuevo.
-¿Otra vez?
-Otra vez, dice… Sí, necesito que me digas lo que pasó en la playa.
-Como le iba diciendo, estaba en la playa cuando apareció un dragón morado y gigante y me roció desde el cielo. Cuando comencé a arder corrí hacia el agua, me desmayé y después desperté aquí.
-¿Eso es todo?
-Absolutamente.
-¿Alguna otra aportación?
-Ninguna.
Aquella era la conversación más absurda que había tenido en toda mi vida. Bueno, tal vez no… es peor interrogar a las señoras mayores.
-¡Necesito un helicóptero! ¡No, cinco! ¡Que rastreen la zona! ¡Estamos buscando a un dragón morado realmente grande! –gritaba el inspector Rasnick a todo el mundo después de oír lo que le acababa de contar.
-Inspector, ¿habla usted enserio? ¿Buscamos un dragón?
-En efecto, Reese. Usted irá en el segundo helicóptero conmigo y con el francotirador –dijo señalando a un hombre rubio bastante pálido y flaco con gafas de culo de vaso que apenas podía mantenerse en pie. Ignoré el aspecto del francotirador.
-Bueno señor, ¿y qué debemos hacer? ¿Dar la alarma en cuanto veamos a Barney?
-Exactamente –respondió de mal humor.
En menos de media hora yo y mi vértigo estábamos en un helicóptero en busca de un dragón. Más preocupado por la altura que por el panorama del reptil, me sobresalté bastante cuando me sonó el móvil.
-¿Reese?
¡Esa voz…!
-¡Green! ¿Qué es lo que le estás haciendo a la gente?
-Nada, amigo. ¡Si yo fuera tú me daría la vuelta ahora mismo o tendremos culo policial a la brasa para cenar! ¡Jajajajaja!
Me di la vuelta a tiempo para ver a un dragón morado y realmente gigante que volaba tras el helicóptero.
-¡Joder! ¡Inspector Rasnick! ¡Inspector! –grité desesperadamente agarrando al inspector de la gabardina.
-¿Qué sucede, Reese? –dijo girándose - ¡Copón de Cristo! ¡Melvin, fuego!
El escuálido francotirador disparó varias veces al dragón, haciendo que éste chillara rabioso mientras nos lanzaba calurosas llamaradas hasta que cayó contra unas rocas.
-¿Está muerto? –pregunté al inspector con los ojos como platos.
-No lo sé… aterriza, vamos a comprobar que el bicho esté muerto.
Efectivamente, lo estaba. Acordonaron la zona y pasaron horas hasta que se llevaron el cadáver del dragón. Ya había anochecido, y yo estaba sentado junto a los helicópteros contemplando la escena mientras me bebía un vaso de café.
-Nadie debe saber esto, Reese –me dijo el inspector sentándose a mi lado y mirando al cielo.
-¿Cómo dice? Acabamos de matar a un dragón, señor…
El inspector, sin apartar la vista de las nubes, sonrió.
-Por eso mismo. Hay cosas que es mejor dejarlas como están. Eres un buen policía, pero no estás acostumbrado a esto –dijo antes de levantarse.
-Inspector…
-¿Sí?
-¿Había tenido antes otro caso parecido?
Él sonrió de nuevo.
-Que tenga unas buenas noches, señor Reese.
No tardó mucho en ponerse a llover. Cogí mi coche y conducía hacia mi casa, para la que aún me quedaba un buen trecho. Encendí la radio para no aburrirme, pero habían interferencias, así que me puse de mal humor de nuevo y decidí que era mejor conducir en silencio. Un silencio que se rompió con una fuerte carcajada que yo ya había oído mucho antes y que resonó en la oscura carretera.

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Un gran descubrimiento

Posted by Marta R. On 4:00 1 comentarios

Hace 50.000 años la Tierra no era exactamente igual que ahora. Sé que es difícil de creer, pero así es. Los edificios no crecían de la tierra ni los aviones salían de las nubes como ahora. De hecho, es probable que no existieran los edificios ni los aviones. Y tampoco se conocían muchas cosas que ahora se consideran de lo más corrientes. Hoy voy a hablaros del descubrimiento del fuego.

Estamos en pleno invierno y en la época del Homo Erectus. La gente tenía bastante frío e intentaba emigrar a alguna parte donde pudiera refugiarse mejor del clima. Pero el pobre Homo Erectus no hacía más que dar vueltas por el mundo sin encontrar un lugar cómodo. Ellos dieron muchas vueltas que les costaban 120 días, y esto fue lo que inspiró a uno de los antepasados de Willy Fog para batir un récord y conseguir dar la vuelta al mundo en 80 días. Este anhelo pasó de generación en generación hasta que un día el buen Willy pudo conseguirlo. Pero no nos desviemos.
Cuando una pequeña tribu de Homo Erectus llegó al hemisferio sud, todos se pusieron muy contentos porque sabían que podrían refugiarse allí en invierno y al fin dejarían de tener tantas bajas por congelación. Así que eso fue lo que estuvieron haciendo durante años. Se desplazaban al lugar que más les convenía según el clima y factores varios.
Pero llegó un año en que la cosa fue distinta. Había llegado el invierno al hemisferio norte y ellos corrieron al hemisferio sud para evitarlo como de costumbre. Al llegar se quedaron bastante desconcertados, ya que se encontraban en medio de una terrible y helada tormenta. Eso no era habitual en verano, pero los Homo Erectus no eran nada tontos y sabían que allí no podía ser invierno, así que decidieron quedarse a esperar a que la tormenta se calmase.
Pasaban los días, las semanas y los meses y la tormenta no cesó. Pronto calcularon que el verano llegaría al hemisferio norte y volvieron a viajar, pero la tormenta los perseguía allá a donde fueran. Era como si esa tormenta cubriera todo el planeta.
Los pobres Homo Erectus no sabían lo que ocurría y no encontraban ninguna explicación para lo que sucedía. Comenzaron a hacer sacrificios, rituales satánicos, manifestaciones hippies y construyeron la primera fábrica de paraguas de la historia. Pero ellos no querían llevar un paraguas todo el día, querían que dejara de llover y no sabían cómo. ¿Qué estaba pasando?
Ellos no lo sabían, pero yo sí. Mirando hacia el cielo, justo en el foco de la tormenta, vivían los dioses. Los dioses tampoco eran iguales hace 50.000 años, todos evolucionaron como pokémon. El caso es que los antiguos dioses también tenían bufones que los entretenían. El bufón de Poseidón era un tipo bajito, de pelo canoso y extremadamente molesto. Además era malísimo contando chistes, él era el único que se reía de sus crueles bromas. Por eso, Poseidón estaba enfadado con él e intentaba mojarlo para que callase, pero el bufón siempre lo esquivaba. Toda el agua que Poseidón tiraba desde arriba para su bufón había provocado la tormenta que tanto persistía en la Tierra.
Un buen día, los demás dioses se hartaron y decidieron a piedra papel tijera quién era el que debía ir a decirles que se callaran los dos. Thor perdió y le tocó ir a él. Enfadado, se dirigió al templo de Poseidón y abrió las puertas de una patada.
-¡Me cago en el puto Odín, que os calléis! –gritó, no por su enfado, que también, sino para hacerse oír por encima de Poseidón y su bufón.
El bufón de Poseidón comenzó a reír de forma frenética y la cara de Thor se tornó escarlata.
-¡Deja de reír!
-¡Jajajajajaja!
-¡Cállate!
-¡Jajajajajaja!
-¡Serás necio! –dijo antes de lanzarle un trueno en todo el pecho y hacerlo caer a la Tierra dando vueltas como si fuera obra de un penalti de Ramos.
-¿Pero qué has hecho? –le reprochó Poseidón.
-¡Conseguir el maldito silencio! –y dicho esto, se largó.
De vuelta a la Tierra, la tormenta paró. El bufón de Poseidón caía envuelto en el trueno de Thor y al hacer contacto con los gases de la atmósfera, se prendió fuego y comenzó a ganar radiación hasta que su piel se volvió verde. Cayó encima de un árbol, haciendo que este se incendiara.
Justo al lado había una cueva donde vivía una tribu de Homo Erectus. Se asomaron para ver qué había sido el estruendo, y al acercarse comprobaron que el fuego les daba calor y que ya no necesitarían estar trasladándose siempre para evitar el frío.
El bufón de Thor salió de allí corriendo sin que nadie lo viera y decidió vivir solo. Descubrió que además de tener la piel verde también había conseguido superpoderes  que le permitían quemar cosas. Desgraciadamente lo descubrió provocándole una combustión espontánea a un jabalí, aunque al menos tuvo qué cenar aquella noche. Todo aquello lo hacía reír como loco.
Poseidón escuchó sus carcajadas y, ya que fue su bufón una vez, se sintió responsable y decidió mudarse a la Tierra donde podría combatir su fuego desde su nueva casa: el mar.
El bufón verde se hizo llamar Barney Green, del que sólo unos pocos han oído hablar. Él evita el mar para poderse dedicar a quemar el planeta sin que su antiguo amo lo moleste.

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¡EXÁMENES FINALES!

Posted by Marta R. On 13:17 1 comentarios

Porque en época de exámenes todos lucimos tal que así.

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Érase una vez un bosquecillo mágico y alejado de la mano de Dios donde vivía una familia de ranas verrugosas. La mamá rana verrugosa tuvo un bebé rana verrugosa, que al darle la comadrona una cachetada reversada en la nalga izquierda al nacer, comenzó a llorar.
La pobre bebé rana verrugosa lloraba y lloraba, y su llanto persistía con los años. Un buen día, cansada de que todos se pararan a preguntarle por qué lloraba, decidió buscar una cura para su llanto congénito. Intentó ir a la biblioteca en busca de algún libro en el que pudiera encontrar su remedio, pero las bibliotecas son silenciosas y ella era una rana verrugosa llorona, así que la echaron.
En el bosque corría el rumor de que había un mago que era capaz de curar todos los males. La rana verrugosa llorona pensó que era su única salvación, de modo que se dispuso a encontrar al mago de la mejor forma posible… preguntando.
Caminó hacia el norte, ya que el norte es el primer lugar al que debes ir cuando no sabes adónde ir. Entre unas zarzas, escuchó unos gruñidos. La rana verrugosa llorona no era nada cobarde y quiso ver qué ocurría ahí.
-¿Quién anda ahí? –preguntó.
Un ogro sin camiseta salió de las zarzas maldiciendo y gritando con rabia.
-¡¿Es que ya no se puede cagar tranquilo en este bosque?!
-Lo siento, no pretendía interrumpir.
El ogro sin camiseta hurgó su dedaco en el ombligo, se sacó una mandonguilla y se la comió.
-Pero dime, rana verrugosa… ¿por qué lloras? ¿Es que te ha llegado la olor de mi defecación?
La rana verrugosa llorona ya estaba harta de que todo el mundo le preguntara lo mismo. No le pasaba nada, simplemente estaba triste y no sabía por qué. Ella había nacido así.
-No me ocurre nada, llorando nací y llorando me quedé. Me han dicho que hay un mago en este bosque que cura todos los males y lo busco para que haga que cese mi llanto.
-He oído hablar de él, aunque yo no sé dónde vive. Pero sí que conozco a alguien que te podría ayudar. Ve todo recto hasta que te encuentres con un roble caído de tronco azul. En un agujero formado por la carcoma vive un unicornio rosa, él te mostrará el camino.
-¡Muchas gracias, ogro mandonguillero!
La rana verrugosa llorona siguió dando brincos en dirección al roble caído de tronco azul donde habitaba el unicornio rosa. Llegó y se asomó al hueco.
-¿Hola?
-¿Quién osa a interrumpir mi sueño? ¡Ah! ¡Una rana verrugosa! ¡¡Y además llora!! ¿Por qué lloras, criatura? ¿Es que acaso te molestaron mis descomunales ronquidos?
Y ahí estaba de nuevo la misma pregunta de siempre.
-No me ocurre nada, llorando nací y llorando me quedé. El ogro mandonguillero me dijo que tú podrías ayudarme a encontrar al mago que cura todos los males para que haga que cese mi llanto.
-¿Eso te dijo el ogro mandonguillero? ¡Vaya guarro, ya podía habértelo dicho él!
-Dijo que no sabía donde vivía el mago.
-Claro que lo sabe, le reparte el periódico todas las mañanas. Lo que pasa es que es un vago de mierda y quería quedarse solo para poder comerse sus mandonguillas sin que nadie lo viera. Por eso le huele tanto el aliento.
-…Entonces, ¿dónde vive el mago?
-Pues mira, coges la M-30 y te desvías a la derecha hasta que encuentres una caseta de montaña pintada de rojo. Sabrás cual es porque es la única que hay en kilómetros a la redonda y porque tiene un cartel de neón que dice “THE MAGO IS IN DA HOUSE”.
-Muy bien, ¡muchas gracias unicornio rosa!
Y la rana verrugosa llorona fue dando brincos hasta que llegó a la caseta de montaña roja donde vivía el mago. Tocó a la puerta y le abrió un hombrecillo verde de sonrisa malévola.
-¡Jajajajajaja! ¡¿Pero por qué lloras?!
-Vengo para que me ayudes, ya que llorando nací y llorando me quedé. No puedo parar de llorar y me han dicho que tú curas todos los males. Estoy harta de oír siempre mi llanto, ¡quiero oír risas a partir de ahora!
El mago verde con aspecto de duende lo miró pensativo. Se quedó embobado mirando a un gusano que pasaba por delante de un saco de patatas. Lo señaló y comenzó a reir. Una llamarada de fuego comenzó a salir de su dedo índice, alcanzó al gusano e hizo que este comenzara a reírse mientras perseguía a la rana verrugosa llorona.
-¿No querías oír risas? ¡Pues toma risas! ¡Jajajajajajaja! –dijo antes de cerrarles la puerta en las narices.
La rana verrugosa llorona se disponía a llamar a la puerta de nuevo cuando le llegó un leve olor a chuscarrao. Se giró y vio cómo se incendiaba todo tras ella, así que comenzó a brincar para huir de allí al tiempo que lloraba y el gusano se reía de ella porque estaba triste.

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Un mal cambio de rutina

Posted by Marta R. On 7:12 0 comentarios


Frederich Whitman era un tipo normal. Tenía un trabajo normal, una casa normal, vestía con ropa normal y hasta tenía un corte de pelo normal. Su vida se había convertido en una auténtica rutina desde que se fue de casa de sus padres, pero a él no le importaba. Le gustaba ser normal. O eso era lo que él creía hasta que un día todo cambió.
Era una mañana soleada de un jueves aparentemente normal. Frederich se levantó, cogió el metro, y llegó a la agencia inmobiliaria donde trabajaba. Ese día, justo cuando estaba a punto de levantarse a por un café, le comunicaron que su jefe quería verlo. Eso era muy poco corriente, ya que nunca le habían llamado la atención en el trabajo. Para su sorpresa, lo que el jefe le dijo no tenía nada que ver con una de sus usuales reprimendas hacia los empleados. Lo habían trasladado a un pueblecito a trescientos kilómetros para vender una casa que, al parecer, nadie quería comprar por razones desconocidas.
Varios compradores habían dado señales de estar interesados por aquella casa, pero al día siguiente todos cambiaban de opinión y se marchaban sin dar explicación alguna. Era algo que simplemente se le resistía a su jefe, él necesitaba vender esa casa y estaba dispuesto a trasladar a tanta gente como fuera necesaria para ello.
Frederich, ni corto ni perezoso, aceptó gustosamente la orden de su superior. El viernes por la noche llegó al pequeño pueblo donde tendría que vivir hasta que completara su misión. Tenía que reconocer que estaba entusiasmado por haber cambiado de aires tan repentinamente. De pronto se encontraba haciendo cosas que antes no habían estado en su agenda. Todo fue improvisado, y a Frederich le gustó tener que improvisar.
Pasó la noche en un hostal que la agencia le había pagado, y madrugó bastante el sábado para ir a visitar aquella casa que nadie quería. Se afeitó cuidadosamente y desayunó un huevo frito y un zumo de manzana. Aquello le hizo sonreír, ya que él siempre desayunaba un huevo frito y un zumo de naranja. Pequeños detalles como el diferente sabor del zumo del desayuno lo hacían sentir como si viviera al límite.
Fue caminando hasta la casa. Estaba en la plaza del pueblo, era grande y bonita, con un jardín rodeado por una verja de hierro negro. Jamás se le habría ocurrido un solo inconveniente para que alguien no quisiera comprar aquella casa. Entró y vio que era bastante corriente. Las paredes tenían un papel azul verdoso con adornos blancos, y el suelo estaba hecho de parqué antiguo. Había dos plantas, un sótano y un desván. Mientras subía a la segunda planta, Frederich sintió un escalofrío en la nuca y le dio la sensación de que alguien lo seguía. Se volteó rápidamente pero no había nadie, así que decidió continuar. Estuvo en tensión durante su visita a la casa, ya que aquella sensación no desaparecía. Decidió atribuir aquel extraño e inusual comportamiento en él al cansancio. Se sentía tonto dando vueltas bruscas y asustándose de su propia sombra cuando sabía perfectamente que no había nadie en aquella casa. Entró a la habitación más grande de la segunda planta y se asomó a la ventana; tenía muy buenas vistas. Entonces oyó un golpe seco y, sobresaltado, giró sobre sus talones esperando encontrar algo detrás de él. Pero no había nada. Volvió a girarse hacia la ventana y dio un grito ahogado al ver que los cristales estaban empañados y se podía leer claramente la palabra “SÁCAME” en ellos. Del susto, Frederich comenzó a correr escaleras abajo, cuando volvió a escuchar otro golpe. No sabía bien por qué, pero algo lo obligó a pararse. Estaba solo en el recibidor, y de la nada le apareció un fuerte deseo de ir al sótano. Dando pasos largos y calmados, bajó en silencio las escaleras. Estaba todo oscuro y lleno de polvo, era la parte más descuidada de la casa. Entonces escuchó cómo la puerta se cerraba de golpe antes de que sonara una fuerte y amarga carcajada. Frederich, a quien le sudaban las manos, miró a su alrededor. No había nada ni nadie allá abajo. Excepto un cuadro tapado con una sábana. Curioso, Frederich se acercó y lo destapó. Era un cuadro bastante feo, tenía un paisaje en llamas muy mal logrado con un hombrecito verde y de sonrisa malévola en el centro de la fogata. Lo que sucedió a continuación hizo que nuestro amigo de la inmobiliaria cayera de rodillas al suelo tapándose los oídos. Comenzaron a escucharse gritos de agonía, plegarias y una fuerte carcajada a la vez. Las voces suplicaban “¡Por el amor de Dios, sácame de aquí, sácame!”, otras rezaban sin cesar y la carcajada paraba para respirar y continuaba después de gritar “¡Que arda, que arda!”. Y como si la casa obedeciera las órdenes de aquella repelente voz, todo comenzó a arder. Frederich subió corriendo las escaleras e intentó abrir la puerta, pero no pudo. Desesperado, miró a todas partes y le pareció ver que el hombre verde del cuadro le guiñaba un ojo. En esos momentos deseaba seguir siendo normal. Cuando el fuego comenzó a crecer y el humo se hizo espeso, Frederich se desmayó.

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