Era un día muy ajetreado en el plató de Oprah. Iban a tener
a Barney el dinosaurio como invitado y todo el mundo andaba de aquí para allá
intentando que todo fuera perfecto para cuando él llegara, ya que habían oído
que era un dinosaurio muy exigente. Oprah estaba en su camerino bastante
nerviosa porque su invitado se retrasaba. Su asistente entró rápidamente en el
camerino blanco como la cera y cerró de un portazo.
-Oprah, tenemos un problema. Un problema con el invitado.
Harta de cambiar la decoración cinco veces a gusto de Barney
y de que le surgieran tantos contratiempos, Oprah puso los ojos en blanco.
-¿Y ahora qué quiere ese pedazo de gomaespuma andante?
-Nada, Oprah. El problema es que no va a querer nunca nada
más, o al menos no en este mundo. Lo han encontrado muerto en el bus en el que
venía, al parecer nadie se dio cuenta hasta la hora de llegar porque no deja
que nadie viaje con él en su zona vip.
-¿Ha muerto? Qué fue, ¿un ataque al corazón, lo envenenaron?
–preguntó Oprah curiosa.
-Lo han rajado en canal.
-Oh Dios mío…
-Sí, ha sido horrible, toda la espuma por ahí tirada…
-Espero que lo limpien los de su equipo.
-Desde luego. Pero me temo que hoy no habrá programa, Oprah.
Tenemos a la policía ahí fuera haciendo preguntas a todo el mundo.
Al escuchar eso a Oprah se le cayó el cielo encima. Era
indignante que la policía le impidiera hacer su trabajo. Se dirigió
aceleradamente hacia donde estaban los policías, el bus, su equipo y el del
difunto.
-Agente, ¿qué sucede aquí? ¿Por qué no pueden emitir mi
programa?
-¡Oprah! Soy el agente Bruce Reese, mi mujer es una gran fan
–dijo el polcía estrechándole la mano.
-Reese, ya he interrogado a todos y ninguno me ha dicho nada
interesante ni parecía sospechoso –interrumpió una agente menuda con el pelo a
lo afro.
-¿Has interrogado absolutamente a todos? ¿Y nada?
-Bueno, sí… -dijo la
chica dando un repaso a todos los presentes con la mirada -. Menos a aquella
muchacha de allí, la que esta apartada. Es la que le llevaba los cafés a
Barney, se llama…
-Lilah –susurró Reese más para él que para su
compañera.
-Sí, ¿cómo lo supiste?
-Coincidí con ella en otro caso, la habían quemado viva. Que
alguien me la traiga, me gustaría hablar con ella… ¡Eh! –gritó a otro agente
que se encontraba más cerca de la chica -, ¡Tráemela!
Lilah, que estaba sentada sobre los escalones del camerino
de Oprah, alzó la vista en cuanto oyó gritar a Bruce. Al ver que la señalaban,
se levantó de un salto y comenzó a correr como si la persiguiera el diablo.
Varios agentes de policía corrieron tras ella, incluido Bruce Reese.
La joven les sacaba ventaja, ya que iba tumbando todos los
objetos que tenía a su alcance para obstaculizar el paso a la policía. Poco a
poco se iba abriendo paso hacia la salida, si Bruce no hacía algo para
detenerla iba a perder a la principal sospechosa de un asesinato. Aceleró la
marcha; estaba seguro de que podría cogerla cuando llegara a un puesto de
perritos calientes que había a la salida, ya que debería bordearlo y él la
agarraría por el otro lado. Un plan perfecto si no hubiera sido porque ella
saltó el puesto de perritos, salió a la calle y le quitó la bicicleta a un
ciclista que acababa de parar a beber agua.
-¡Maldita sea! –gritó Reese, que no se daba por vencido. Se
puso en medio de la carretera, paró al primer coche que le vino de cara, sacó
al conductor pidiendo disculpas y fue tras la bicicleta.
La localizó una calle más adelante, era imposible que una
bicicleta ganara a un coche. Ella también debió de darse cuenta y dio una
vuelta brusca cambiando de dirección. Al intentar seguirle el paso, Reese casi
se lleva a otro coche por delante.
Lilah se había colocado justo detrás de él,
y al no conseguir quitársela de encima decidió dar marcha atrás. Parecía que
eso era justo lo que ella quería, ya que soltó la bicicleta y aprovechó para
agarrarse al coche y subir sobre la capota. Bruce paró en seco y ella saltó a
un autobús. Bajó del coche justo cuando una furgoneta de gitanos chocó contra
él. Sin preocuparse por el coche o por los gitanos, que maldecían por su papa,
buscó el autobús en la carretera. Ella ya había desaparecido, había hecho
tarde. Y se habían reído de él.
Bruce volvió cabizbajo al plató, donde todos lo esperaban.
-¿Dónde está la chica? –preguntó la agente afro.
-Escapó.
-¡¡Reese!! –resonó el grito del inspector Rasnick que
avanzaba furioso.
-¿Inspector Rasnick? ¿Qué hace usted aquí?
-¡Reese, eres un insensato! ¿Cómo se te ha podido escapar
una adolescente de 16 años?
-Es más ágil de lo que parece, señor…
-Esto se te va de las manos, Reese. Llevo buscando a esa
chica dos meses, a partir de ahora yo me encargaré del asunto –anunció Rasnick
antes de alejarse tranquilamente con las manos en los bolsillos de su gabardina
beige.
-¿Qué? –exclamó Bruce corriendo tras el inspector- Señor, no
puede retirarme del caso. Es mi caso, quiero decir… yo puedo encargarme.
-No, no puedes. Una adolescente te ha ridiculizado ante
todos y ahora quieres probar sus magníficas habilidades como policía. Esto no
es un juego de niños, Reese, y quedas relevado del caso.
Sin ideas para convencer a Rasnick para que no lo dejasen al margen, Bruce no tuvo otra opción más que volver a su casa.
Y eso haría; volvería a casa, pero no pensaba quedarse de
brazos cruzados. Aquel era su caso y él pensaba seguir investigando la muerte
de Barney y conseguiría seguirle la pista a Lilah. Estaba sentado en su
escritorio cuando sonó el teléfono.
-¿Sí?
-Hola, agente Reese.
¿Por qué siempre tenía que llamarlo por teléfono? ¿Y de
adónde había sacado su número?
-¿Qué quieres, Green?
-Esas no son formas de hablarle a un viejo camarada. He
estado preguntándome… ¿dónde habrá dejado la policía los restos de Barney el
dinosaurio?
-¿Es que tú tienes algo que ver con esto?
-No creo que fueran tan estúpidos como para recoger todos
esos pedacitos de gomaespuma y meterlos en una bolsa de basura. Porque todos
sabemos donde acaban las bolsas de basura, ¿lo sabe usted, Reese?
-No me trates como si fuera un estúpido, maldito chiflado.
-Tranquilo… no es culpa mía que esté frustrado porque lo
haya ganado una niña hoy. Los contenedores de basura son unos lugares muy
peligrosos para colocar dispositivos de incendio.
-¡¿Has puesto una bomba en los restos del dinosaurio?!
-Esa es una forma muy fea de decirlo…
-¡Cabrón!
-Tiene media hora –dijo antes de colgar.
Bruce se apresuró a coger su coche para llegar al plató de
Oprah. Justo al doblar la esquina, se encontró con un enorme atasco.
Maldiciendo, buscó su móvil por los bolsillos de la chaqueta.
-¿Inspector Rasnick? Escúcheme, tiene que evacuar el
edificio… hay una bomba en el contenedor.
-¿Qué estás diciendo, Reese? Creí haber hablado bastante
claro cuando te dije que ya no trabajas en el caso.
-Lo sé, señor, pero tiene que escucharme. Barney Green ha
colocado una bomba en los restos de Barney el dinosaurio, que están en el
contenedor del estudio de Oprah. Estoy en medio de un atasco, no conseguiré llegar
antes de treinta minutos…
Bruce se quedó paralizado cuando escuchó una fuerte
explosión al otro lado del teléfono.
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Había tenido una mañana muy dura. Al llegar al departamento
de policía me dieron un caso que me obligó a moverme hasta un hospital cerca de
la costa. Entré de mal humor y me recibió un hombre negro envuelto en una
gabardina beige, delgado, muy alto y calvo que se daba ligeros golpecitos con
los dedos en su pierna derecha.
-¿Bruce Reese? –dijo extendiéndome su mano.
-Sí señor, usted debe ser el inspector Rasnick.
-En efecto. Acompáñeme y lo pondré al día.
Me llevó a una habitación donde una enfermera acomodaba la
almohada a una chica morena llena de quemaduras que estaba conectada a varias
bolsas de suero.
-Es la quinta víctima en tres semanas. Por suerte para
nosotros, la primera viva.
-¿Víctima? ¿De qué?
-De quién, mejor dicho. Ha habido cinco casos de combustión
espontánea en la playa, comenzamos a investigar a partir de la segunda víctima.
Al principio se pensó que podía haber sido a causa del sol, pero descartamos
esa opción en cuanto aparecieron más casos. Puse a trabajar a un equipo de
cerebritos en un laboratorio y no han conseguido darme una respuesta para esto
todavía. La única solución, pues, es que alguien está quemando a la gente
mientras toman el sol en la playa. Busqué casos relacionados con la quema de
personas y me apareció su expediente, señor Reese. Estoy al tanto de ese
maníaco llamado Barney Green.
-¿Ya saben que fue él?
El inspector titubeó.
-Esta es Lilah Flowers, 16 años –dijo señalando la camilla -.
Está sedada ahora, pero esperamos que pueda ayudarnos a conseguir un retrato
robot al despertar. Decidí adelantarme a los hechos y lo llamé primero, ya que
es usted experto en este tema.
Perfecto. Once años de terapia para conseguir olvidar al
maldito enano verde y cuando por fin me reincorporo a la faena me dan un caso
suyo. Barney Green por aquí, Barney Green por allá… ¡ese tipo verde está hasta
en la sopa!
Pasaron dos horas hasta que la chica despertó y el inspector
me pidió que fuese a hablar con ella.
-Hola –dije sonriendo al entrar, intentando parecer amable.
Ella se limitó a mirarme un par de segundos seriamente y
después desvió la mirada.
-Bien, intentémoslo de nuevo. Soy Bruce Reese… soy policía.
Me gustaría hacerte algunas preguntas sobre la persona que te hizo eso.
-¿Qué persona? –preguntó con la voz ronca y arqueando una
ceja.
-Un tipo verde y pequeño. Necesito que me hables sobre él
para poder encontrarlo.
-No sé de qué me habla.
Comencé a desesperarme.
-Está bien… cuéntame tu versión de los hechos entonces.
Ella me miró fijamente unos segundos antes de comenzar a
hablar.
-Estaba yo tomando el sol tranquilamente cuando de repente
llegó un dragón y…
-¡¿Un qué?! –dije interrumpiendo. No esperé a que
continuara. Salí de la habitación aceleradamente y me dirigí hacia el
inspector.
-¿Ya tiene su confesión?
-¡¿Su confesión?! ¡Esa chica no está en sus cabales! ¡Me
habló de un dragón!
-¿Un dragón dice? ¡Reese! ¡La muchacha está en plena
posesión de sus facultades! ¡Ahora deje de ralentizar el caso y consiga su
confesión!
Está bien, no iba a llevarle la contraria a ese hombre. Resoplando,
volví a la habitación y me quedé mirándola desde la puerta.
-Muy bien, Lilah. Intentémoslo de nuevo.
-¿Otra vez?
-Otra vez, dice… Sí, necesito que me digas lo que pasó en la
playa.
-Como le iba diciendo, estaba en la playa cuando apareció un
dragón morado y gigante y me roció desde el cielo. Cuando comencé a arder corrí
hacia el agua, me desmayé y después desperté aquí.
-¿Eso es todo?
-Absolutamente.
-¿Alguna otra aportación?
-Ninguna.
Aquella era la conversación más absurda que había tenido en
toda mi vida. Bueno, tal vez no… es peor interrogar a las señoras mayores.
-¡Necesito un helicóptero! ¡No, cinco! ¡Que rastreen la
zona! ¡Estamos buscando a un dragón morado realmente grande! –gritaba el
inspector Rasnick a todo el mundo después de oír lo que le acababa de contar.
-Inspector, ¿habla usted enserio? ¿Buscamos un dragón?
-En efecto, Reese. Usted irá en el segundo helicóptero conmigo
y con el francotirador –dijo señalando a un hombre rubio bastante pálido y
flaco con gafas de culo de vaso que apenas podía mantenerse en pie. Ignoré el
aspecto del francotirador.
-Bueno señor, ¿y qué debemos hacer? ¿Dar la alarma en cuanto
veamos a Barney?
-Exactamente –respondió de mal humor.
En menos de media hora yo y mi vértigo estábamos en un
helicóptero en busca de un dragón. Más preocupado por la altura que por el
panorama del reptil, me sobresalté bastante cuando me sonó el móvil.
-¿Reese?
¡Esa voz…!
-¡Green! ¿Qué es lo que le estás haciendo a la gente?
-Nada, amigo. ¡Si yo fuera tú me daría la vuelta ahora mismo
o tendremos culo policial a la brasa para cenar! ¡Jajajajaja!
Me di la vuelta a tiempo para ver a un dragón morado y realmente
gigante que volaba tras el helicóptero.
-¡Joder! ¡Inspector Rasnick! ¡Inspector! –grité desesperadamente
agarrando al inspector de la gabardina.
-¿Qué sucede, Reese? –dijo girándose - ¡Copón de Cristo!
¡Melvin, fuego!
El escuálido francotirador disparó varias veces al dragón,
haciendo que éste chillara rabioso mientras nos lanzaba calurosas llamaradas
hasta que cayó contra unas rocas.
-¿Está muerto? –pregunté al inspector con los ojos como
platos.
-No lo sé… aterriza, vamos a comprobar que el bicho esté
muerto.
Efectivamente, lo estaba. Acordonaron la zona y pasaron
horas hasta que se llevaron el cadáver del dragón. Ya había anochecido, y yo
estaba sentado junto a los helicópteros contemplando la escena mientras me
bebía un vaso de café.
-Nadie debe saber esto, Reese –me dijo el inspector
sentándose a mi lado y mirando al cielo.
-¿Cómo dice? Acabamos de matar a un dragón, señor…
El inspector, sin apartar la vista de las nubes, sonrió.
-Por eso mismo. Hay cosas que es mejor dejarlas como están.
Eres un buen policía, pero no estás acostumbrado a esto –dijo antes de
levantarse.
-Inspector…
-¿Sí?
-¿Había tenido antes otro caso parecido?
Él sonrió de nuevo.
-Que tenga unas buenas noches, señor Reese.
No tardó mucho en ponerse a llover. Cogí mi coche y conducía
hacia mi casa, para la que aún me quedaba un buen trecho. Encendí la radio para
no aburrirme, pero habían interferencias, así que me puse de mal humor de nuevo
y decidí que era mejor conducir en silencio. Un silencio que se rompió con una fuerte
carcajada que yo ya había oído mucho antes y que resonó en la oscura carretera.
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Hace 50.000 años la Tierra no era exactamente igual que
ahora. Sé que es difícil de creer, pero así es. Los edificios no crecían de la
tierra ni los aviones salían de las nubes como ahora. De hecho, es probable que
no existieran los edificios ni los aviones. Y tampoco se conocían muchas cosas
que ahora se consideran de lo más corrientes. Hoy voy a hablaros del
descubrimiento del fuego.
Estamos en pleno invierno y en la época del Homo Erectus. La
gente tenía bastante frío e intentaba emigrar a alguna parte donde pudiera
refugiarse mejor del clima. Pero el pobre Homo Erectus no hacía más que dar
vueltas por el mundo sin encontrar un lugar cómodo. Ellos dieron muchas vueltas
que les costaban 120 días, y esto fue lo que inspiró a uno de los antepasados
de Willy Fog para batir un récord y conseguir dar la vuelta al mundo en 80
días. Este anhelo pasó de generación en generación hasta que un día el buen
Willy pudo conseguirlo. Pero no nos desviemos.
Cuando una pequeña tribu de Homo Erectus llegó al hemisferio
sud, todos se pusieron muy contentos porque sabían que podrían refugiarse allí
en invierno y al fin dejarían de tener tantas bajas por congelación. Así que
eso fue lo que estuvieron haciendo durante años. Se desplazaban al lugar que
más les convenía según el clima y factores varios.
Pero llegó un año en que la cosa fue distinta. Había llegado
el invierno al hemisferio norte y ellos corrieron al hemisferio sud para
evitarlo como de costumbre. Al llegar se quedaron bastante desconcertados, ya
que se encontraban en medio de una terrible y helada tormenta. Eso no era habitual
en verano, pero los Homo Erectus no eran nada tontos y sabían que allí no podía
ser invierno, así que decidieron quedarse a esperar a que la tormenta se
calmase.
Pasaban los días, las semanas y los meses y la tormenta no
cesó. Pronto calcularon que el verano llegaría al hemisferio norte y volvieron
a viajar, pero la tormenta los perseguía allá a donde fueran. Era como si esa
tormenta cubriera todo el planeta.
Los pobres Homo Erectus no sabían lo que ocurría y no
encontraban ninguna explicación para lo que sucedía. Comenzaron a hacer
sacrificios, rituales satánicos, manifestaciones hippies y construyeron la
primera fábrica de paraguas de la historia. Pero ellos no querían llevar un
paraguas todo el día, querían que dejara de llover y no sabían cómo. ¿Qué
estaba pasando?
Ellos no lo sabían, pero yo sí. Mirando hacia el cielo, justo
en el foco de la tormenta, vivían los dioses. Los dioses tampoco eran iguales
hace 50.000 años, todos evolucionaron como pokémon. El caso es que los antiguos
dioses también tenían bufones que los entretenían. El bufón de Poseidón era un
tipo bajito, de pelo canoso y extremadamente molesto. Además era malísimo
contando chistes, él era el único que se reía de sus crueles bromas. Por eso,
Poseidón estaba enfadado con él e intentaba mojarlo para que callase, pero el
bufón siempre lo esquivaba. Toda el agua que Poseidón tiraba desde arriba para
su bufón había provocado la tormenta que tanto persistía en la Tierra.
Un buen día, los demás dioses se hartaron y decidieron a
piedra papel tijera quién era el que debía ir a decirles que se callaran los
dos. Thor perdió y le tocó ir a él. Enfadado, se dirigió al templo de Poseidón
y abrió las puertas de una patada.
-¡Me cago en el puto Odín, que os calléis! –gritó, no por su
enfado, que también, sino para hacerse oír por encima de Poseidón y su bufón.
El bufón de Poseidón comenzó a reír de forma frenética y la
cara de Thor se tornó escarlata.
-¡Deja de reír!
-¡Jajajajajaja!
-¡Cállate!
-¡Jajajajajaja!
-¡Serás necio! –dijo antes de lanzarle un trueno en todo el
pecho y hacerlo caer a la Tierra dando vueltas como si fuera obra de un penalti
de Ramos.
-¿Pero qué has hecho? –le reprochó Poseidón.
-¡Conseguir el maldito silencio! –y dicho esto, se largó.
De vuelta a la Tierra, la tormenta paró. El bufón de Poseidón
caía envuelto en el trueno de Thor y al hacer contacto con los gases de la
atmósfera, se prendió fuego y comenzó a ganar radiación hasta que su piel se
volvió verde. Cayó encima de un árbol, haciendo que este se incendiara.
Justo al lado había una cueva donde vivía una tribu de Homo
Erectus. Se asomaron para ver qué había sido el estruendo, y al acercarse
comprobaron que el fuego les daba calor y que ya no necesitarían estar trasladándose
siempre para evitar el frío.
El bufón de Thor salió de allí corriendo sin que nadie lo
viera y decidió vivir solo. Descubrió que además de tener la piel verde también
había conseguido superpoderes que le
permitían quemar cosas. Desgraciadamente lo descubrió provocándole una combustión
espontánea a un jabalí, aunque al menos tuvo qué cenar aquella noche. Todo
aquello lo hacía reír como loco.
Poseidón escuchó sus carcajadas y, ya que fue su bufón una
vez, se sintió responsable y decidió mudarse a la Tierra donde podría combatir
su fuego desde su nueva casa: el mar.
El bufón verde se hizo llamar Barney Green, del que sólo
unos pocos han oído hablar. Él evita el mar para poderse dedicar a quemar el
planeta sin que su antiguo amo lo moleste.
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Érase una vez un bosquecillo mágico y alejado de la mano de
Dios donde vivía una familia de ranas verrugosas. La mamá rana verrugosa tuvo
un bebé rana verrugosa, que al darle la comadrona una cachetada reversada en la
nalga izquierda al nacer, comenzó a llorar.
La pobre bebé rana verrugosa lloraba y lloraba, y su llanto
persistía con los años. Un buen día, cansada de que todos se pararan a
preguntarle por qué lloraba, decidió buscar una cura para su llanto congénito.
Intentó ir a la biblioteca en busca de algún libro en el que pudiera encontrar
su remedio, pero las bibliotecas son silenciosas y ella era una rana verrugosa
llorona, así que la echaron.
En el bosque corría el rumor de que había un mago que era
capaz de curar todos los males. La rana verrugosa llorona pensó que era su
única salvación, de modo que se dispuso a encontrar al mago de la mejor forma
posible… preguntando.
Caminó hacia el norte, ya que el norte es el primer lugar al
que debes ir cuando no sabes adónde ir. Entre unas zarzas, escuchó unos gruñidos.
La rana verrugosa llorona no era nada cobarde y quiso ver qué ocurría ahí.
-¿Quién anda ahí? –preguntó.
Un ogro sin camiseta salió de las zarzas maldiciendo y
gritando con rabia.
-¡¿Es que ya no se puede cagar tranquilo en este bosque?!
-Lo siento, no pretendía interrumpir.
El ogro sin camiseta hurgó su dedaco en el ombligo, se sacó
una mandonguilla y se la comió.
-Pero dime, rana verrugosa… ¿por qué lloras? ¿Es que te ha
llegado la olor de mi defecación?
La rana verrugosa llorona ya estaba harta de que todo el
mundo le preguntara lo mismo. No le pasaba nada, simplemente estaba triste y no
sabía por qué. Ella había nacido así.
-No me ocurre nada, llorando nací y llorando me quedé. Me
han dicho que hay un mago en este bosque que cura todos los males y lo busco
para que haga que cese mi llanto.
-He oído hablar de él, aunque yo no sé dónde vive. Pero sí
que conozco a alguien que te podría ayudar. Ve todo recto hasta que te
encuentres con un roble caído de tronco azul. En un agujero formado por la
carcoma vive un unicornio rosa, él te mostrará el camino.
-¡Muchas gracias, ogro mandonguillero!
La rana verrugosa llorona siguió dando brincos en dirección
al roble caído de tronco azul donde habitaba el unicornio rosa. Llegó y se
asomó al hueco.
-¿Hola?
-¿Quién osa a interrumpir mi sueño? ¡Ah! ¡Una rana
verrugosa! ¡¡Y además llora!! ¿Por qué lloras, criatura? ¿Es que acaso te
molestaron mis descomunales ronquidos?
Y ahí estaba de nuevo la misma pregunta de siempre.
-No me ocurre nada, llorando nací y llorando me quedé. El
ogro mandonguillero me dijo que tú podrías ayudarme a encontrar al mago que
cura todos los males para que haga que cese mi llanto.
-¿Eso te dijo el ogro mandonguillero? ¡Vaya guarro, ya podía
habértelo dicho él!
-Dijo que no sabía donde vivía el mago.
-Claro que lo sabe, le reparte el periódico todas las
mañanas. Lo que pasa es que es un vago de mierda y quería quedarse solo para
poder comerse sus mandonguillas sin que nadie lo viera. Por eso le huele tanto
el aliento.
-…Entonces, ¿dónde vive el mago?
-Pues mira, coges la M-30 y te desvías a la derecha hasta
que encuentres una caseta de montaña pintada de rojo. Sabrás cual es porque es
la única que hay en kilómetros a la redonda y porque tiene un cartel de neón
que dice “THE MAGO IS IN DA HOUSE”.
-Muy bien, ¡muchas gracias unicornio rosa!
Y la rana verrugosa llorona fue dando brincos hasta que
llegó a la caseta de montaña roja donde vivía el mago. Tocó a la puerta y le
abrió un hombrecillo verde de sonrisa malévola.
-¡Jajajajajaja! ¡¿Pero por qué lloras?!
-Vengo para que me ayudes, ya que llorando nací y llorando
me quedé. No puedo parar de llorar y me han dicho que tú curas todos los males.
Estoy harta de oír siempre mi llanto, ¡quiero oír risas a partir de ahora!
El mago verde con aspecto de duende lo miró pensativo. Se
quedó embobado mirando a un gusano que pasaba por delante de un saco de
patatas. Lo señaló y comenzó a reir. Una llamarada de fuego comenzó a salir de
su dedo índice, alcanzó al gusano e hizo que este comenzara a reírse mientras
perseguía a la rana verrugosa llorona.
-¿No querías oír risas? ¡Pues toma risas! ¡Jajajajajajaja!
–dijo antes de cerrarles la puerta en las narices.
La rana verrugosa llorona se disponía a llamar a la puerta
de nuevo cuando le llegó un leve olor a chuscarrao. Se giró y vio cómo se
incendiaba todo tras ella, así que comenzó a brincar para huir de allí al
tiempo que lloraba y el gusano se reía de ella porque estaba triste.
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Frederich Whitman era un tipo normal. Tenía un trabajo
normal, una casa normal, vestía con ropa normal y hasta tenía un corte de pelo
normal. Su vida se había convertido en una auténtica rutina desde que se fue de
casa de sus padres, pero a él no le importaba. Le gustaba ser normal. O eso era
lo que él creía hasta que un día todo cambió.
Era una mañana soleada de un jueves aparentemente normal. Frederich se levantó, cogió el metro, y llegó a la agencia inmobiliaria donde trabajaba. Ese día, justo cuando estaba a punto de levantarse a por un café, le comunicaron que su jefe quería verlo. Eso era muy poco corriente, ya que nunca le habían llamado la atención en el trabajo. Para su sorpresa, lo que el jefe le dijo no tenía nada que ver con una de sus usuales reprimendas hacia los empleados. Lo habían trasladado a un pueblecito a trescientos kilómetros para vender una casa que, al parecer, nadie quería comprar por razones desconocidas.
Varios compradores habían dado señales de estar interesados por aquella casa, pero al día siguiente todos cambiaban de opinión y se marchaban sin dar explicación alguna. Era algo que simplemente se le resistía a su jefe, él necesitaba vender esa casa y estaba dispuesto a trasladar a tanta gente como fuera necesaria para ello.
Frederich, ni corto ni perezoso, aceptó gustosamente la orden de su superior. El viernes por la noche llegó al pequeño pueblo donde tendría que vivir hasta que completara su misión. Tenía que reconocer que estaba entusiasmado por haber cambiado de aires tan repentinamente. De pronto se encontraba haciendo cosas que antes no habían estado en su agenda. Todo fue improvisado, y a Frederich le gustó tener que improvisar.
Pasó la noche en un hostal que la agencia le había pagado, y madrugó bastante el sábado para ir a visitar aquella casa que nadie quería. Se afeitó cuidadosamente y desayunó un huevo frito y un zumo de manzana. Aquello le hizo sonreír, ya que él siempre desayunaba un huevo frito y un zumo de naranja. Pequeños detalles como el diferente sabor del zumo del desayuno lo hacían sentir como si viviera al límite.
Fue caminando hasta la casa. Estaba en la plaza del pueblo, era grande y bonita, con un jardín rodeado por una verja de hierro negro. Jamás se le habría ocurrido un solo inconveniente para que alguien no quisiera comprar aquella casa. Entró y vio que era bastante corriente. Las paredes tenían un papel azul verdoso con adornos blancos, y el suelo estaba hecho de parqué antiguo. Había dos plantas, un sótano y un desván. Mientras subía a la segunda planta, Frederich sintió un escalofrío en la nuca y le dio la sensación de que alguien lo seguía. Se volteó rápidamente pero no había nadie, así que decidió continuar. Estuvo en tensión durante su visita a la casa, ya que aquella sensación no desaparecía. Decidió atribuir aquel extraño e inusual comportamiento en él al cansancio. Se sentía tonto dando vueltas bruscas y asustándose de su propia sombra cuando sabía perfectamente que no había nadie en aquella casa. Entró a la habitación más grande de la segunda planta y se asomó a la ventana; tenía muy buenas vistas. Entonces oyó un golpe seco y, sobresaltado, giró sobre sus talones esperando encontrar algo detrás de él. Pero no había nada. Volvió a girarse hacia la ventana y dio un grito ahogado al ver que los cristales estaban empañados y se podía leer claramente la palabra “SÁCAME” en ellos. Del susto, Frederich comenzó a correr escaleras abajo, cuando volvió a escuchar otro golpe. No sabía bien por qué, pero algo lo obligó a pararse. Estaba solo en el recibidor, y de la nada le apareció un fuerte deseo de ir al sótano. Dando pasos largos y calmados, bajó en silencio las escaleras. Estaba todo oscuro y lleno de polvo, era la parte más descuidada de la casa. Entonces escuchó cómo la puerta se cerraba de golpe antes de que sonara una fuerte y amarga carcajada. Frederich, a quien le sudaban las manos, miró a su alrededor. No había nada ni nadie allá abajo. Excepto un cuadro tapado con una sábana. Curioso, Frederich se acercó y lo destapó. Era un cuadro bastante feo, tenía un paisaje en llamas muy mal logrado con un hombrecito verde y de sonrisa malévola en el centro de la fogata. Lo que sucedió a continuación hizo que nuestro amigo de la inmobiliaria cayera de rodillas al suelo tapándose los oídos. Comenzaron a escucharse gritos de agonía, plegarias y una fuerte carcajada a la vez. Las voces suplicaban “¡Por el amor de Dios, sácame de aquí, sácame!”, otras rezaban sin cesar y la carcajada paraba para respirar y continuaba después de gritar “¡Que arda, que arda!”. Y como si la casa obedeciera las órdenes de aquella repelente voz, todo comenzó a arder. Frederich subió corriendo las escaleras e intentó abrir la puerta, pero no pudo. Desesperado, miró a todas partes y le pareció ver que el hombre verde del cuadro le guiñaba un ojo. En esos momentos deseaba seguir siendo normal. Cuando el fuego comenzó a crecer y el humo se hizo espeso, Frederich se desmayó.
Era una mañana soleada de un jueves aparentemente normal. Frederich se levantó, cogió el metro, y llegó a la agencia inmobiliaria donde trabajaba. Ese día, justo cuando estaba a punto de levantarse a por un café, le comunicaron que su jefe quería verlo. Eso era muy poco corriente, ya que nunca le habían llamado la atención en el trabajo. Para su sorpresa, lo que el jefe le dijo no tenía nada que ver con una de sus usuales reprimendas hacia los empleados. Lo habían trasladado a un pueblecito a trescientos kilómetros para vender una casa que, al parecer, nadie quería comprar por razones desconocidas.
Varios compradores habían dado señales de estar interesados por aquella casa, pero al día siguiente todos cambiaban de opinión y se marchaban sin dar explicación alguna. Era algo que simplemente se le resistía a su jefe, él necesitaba vender esa casa y estaba dispuesto a trasladar a tanta gente como fuera necesaria para ello.
Frederich, ni corto ni perezoso, aceptó gustosamente la orden de su superior. El viernes por la noche llegó al pequeño pueblo donde tendría que vivir hasta que completara su misión. Tenía que reconocer que estaba entusiasmado por haber cambiado de aires tan repentinamente. De pronto se encontraba haciendo cosas que antes no habían estado en su agenda. Todo fue improvisado, y a Frederich le gustó tener que improvisar.
Pasó la noche en un hostal que la agencia le había pagado, y madrugó bastante el sábado para ir a visitar aquella casa que nadie quería. Se afeitó cuidadosamente y desayunó un huevo frito y un zumo de manzana. Aquello le hizo sonreír, ya que él siempre desayunaba un huevo frito y un zumo de naranja. Pequeños detalles como el diferente sabor del zumo del desayuno lo hacían sentir como si viviera al límite.
Fue caminando hasta la casa. Estaba en la plaza del pueblo, era grande y bonita, con un jardín rodeado por una verja de hierro negro. Jamás se le habría ocurrido un solo inconveniente para que alguien no quisiera comprar aquella casa. Entró y vio que era bastante corriente. Las paredes tenían un papel azul verdoso con adornos blancos, y el suelo estaba hecho de parqué antiguo. Había dos plantas, un sótano y un desván. Mientras subía a la segunda planta, Frederich sintió un escalofrío en la nuca y le dio la sensación de que alguien lo seguía. Se volteó rápidamente pero no había nadie, así que decidió continuar. Estuvo en tensión durante su visita a la casa, ya que aquella sensación no desaparecía. Decidió atribuir aquel extraño e inusual comportamiento en él al cansancio. Se sentía tonto dando vueltas bruscas y asustándose de su propia sombra cuando sabía perfectamente que no había nadie en aquella casa. Entró a la habitación más grande de la segunda planta y se asomó a la ventana; tenía muy buenas vistas. Entonces oyó un golpe seco y, sobresaltado, giró sobre sus talones esperando encontrar algo detrás de él. Pero no había nada. Volvió a girarse hacia la ventana y dio un grito ahogado al ver que los cristales estaban empañados y se podía leer claramente la palabra “SÁCAME” en ellos. Del susto, Frederich comenzó a correr escaleras abajo, cuando volvió a escuchar otro golpe. No sabía bien por qué, pero algo lo obligó a pararse. Estaba solo en el recibidor, y de la nada le apareció un fuerte deseo de ir al sótano. Dando pasos largos y calmados, bajó en silencio las escaleras. Estaba todo oscuro y lleno de polvo, era la parte más descuidada de la casa. Entonces escuchó cómo la puerta se cerraba de golpe antes de que sonara una fuerte y amarga carcajada. Frederich, a quien le sudaban las manos, miró a su alrededor. No había nada ni nadie allá abajo. Excepto un cuadro tapado con una sábana. Curioso, Frederich se acercó y lo destapó. Era un cuadro bastante feo, tenía un paisaje en llamas muy mal logrado con un hombrecito verde y de sonrisa malévola en el centro de la fogata. Lo que sucedió a continuación hizo que nuestro amigo de la inmobiliaria cayera de rodillas al suelo tapándose los oídos. Comenzaron a escucharse gritos de agonía, plegarias y una fuerte carcajada a la vez. Las voces suplicaban “¡Por el amor de Dios, sácame de aquí, sácame!”, otras rezaban sin cesar y la carcajada paraba para respirar y continuaba después de gritar “¡Que arda, que arda!”. Y como si la casa obedeciera las órdenes de aquella repelente voz, todo comenzó a arder. Frederich subió corriendo las escaleras e intentó abrir la puerta, pero no pudo. Desesperado, miró a todas partes y le pareció ver que el hombre verde del cuadro le guiñaba un ojo. En esos momentos deseaba seguir siendo normal. Cuando el fuego comenzó a crecer y el humo se hizo espeso, Frederich se desmayó.
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