Un tiroteo siempre es algo incómodo para cualquier
policía. Esto no era diferente para Bruce Reese, quien se escondía tras la
columna de un parking para evitar que unos malechores le pegasen un tiro.
-¡Soltad al dependiente del Corte Inlgés! –gritó a los
ladrones.
Dos hombres habían entrado con metralletas en el Corte
Inglés para robar ropa y venderla después en los mercaos de los pueblos a cinco
euros la prenda. El dependiente había conseguido dar la alarma de seguridad y
la policía llegó cuando los ladrones aún estaban dentro, pero estos se
agenciaron un rehén y corrieron hacia el parking para guardar su caro hurto en
una furgoneta. Bruce era el único que había conseguido seguirles y se
encontraba sin refuerzos; con el chaleco antibalas y el arma reglamentaria de
la policía como única compañía. Aquellos personajes no parecían muy amistosos,
y tampoco se quedaban sin balas.
En cuestión de segundos los refuerzos aparecieron, el
rehén comenzó a gritar y el pobre Bruce, que ya había perdido los nervios,
salió de detrás de la columna y disparó. Todos se congelaron en su sitio y el
inspector Rasnick ordenó que arrestaran a los ladrones.
-¡Reese…! ¡Has disparado a un civil! –le dijo el
inspector con el ceño fruncido.
Bruce soltó el arma y se dejó caer sobre la columna con
la mirada perdida. Era la primera vez que le pasaba una cosa así, y sabía que
iban a tener que abrirle un expediente por ello.
Aquella noche, cuando regresaba a casa, su coche se paró.
Bajó malhumorado para ver si había algún problema y llamar a una grúa, aunque
no le dio tiempo. Una limusina paró frente a él. La puerta se abrió y vio a un
hombre pelirrojo con una cicatriz que le recorría toda la cara y vestía de
morado.
-¿Bruce Reese? –preguntó él.
-Eh… Sí, soy yo –le respondió Bruce con inseguridad.
-Suba, por favor –dijo el pelirrojo sonriendo mientras le
indicaba con la mano que se sentase a su lado.
Bruce vaciló por un momento. Subir a una limusina con un
tío pelirrojo con una cicatriz gigante en la cara y que viste de morado es
precisamente una de las primeras cosas que una madre te prohíbe hacer. Ignoró
lo extraño del asunto y subió.
-¿Quién es usted? ¿Por qué sabe mi nombre?
-Me llaman Castor; y, como se habrá imaginado, sé
perfectamente quién es usted.
Bruce le tendió la mano, pero su interlocutor la miró con
horror.
-No, no, no, no me toque. No me gusta mantener contacto
físico. Sé lo que le ha pasado hoy y me temo que no podrá seguir trabajando en
su ciudad. Usted debe huir y trabajar para alguien que sepa disculpar sus
errores.
-Fue un accidente, no debería haber acabado así.
-Y yo le creo, señor Reese. Me encantaría que los demás
pensasen como yo. Sin embargo, vivimos en un mundo cruel donde las personas no
tienen segundas oportunidades. Si quiere la suya, deberá dejar lo que tiene y
venir conmigo.
-¿Y qué pasa con mi mujer? ¿Y mis amigos?
-Ha matado a un inocente, ¿acaso cree que ellos lo
apoyarán? Los asesinos no están bien vistos por la sociedad.
-¡Yo no soy ningún asesino!
-Ahora sí. Yo le daré una nueva identidad.
Pasó una semana y nadie sabía nada de Bruce Reese. Su
mujer había obligado al inspector Rasnick a reunir un equipo de búsqueda porque
pensaba que lo habían secuestrado, ya que su marido nunca había estado tanto
tiempo fuera de casa sin comunicarle nada. Su foto salía en todas las noticias y sus
amigos se preocupaban por él.
Pero desgraciadamente, Bruce no sabía nada de eso. Él se
encontraba en un quirófano en aquellos momentos, donde no había mucha cobertura
y tampoco había televisión. Se despertó tumbado sin camisa y atado una camilla
mediante correas. Un foco le alumbraba la cara, lo que le molestó al abrir los
ojos. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo y por qué estaba allí.
Intentó levantarse y comenzó a moverse frenéticamente en la camilla al ver que
no podía soltarse.
-Se va a caer usted al suelo –le dijo una señora de unos
cincuenta años bastante chaparra, con acento mexicano y que llevaba unas gafas
con las patillas demoníacamente retorcidas.
-¿Qué estoy haciendo aquí?
La señora se sacó un bote de pronto del bolsillo del
delantal y se puso a limpiar el foco encima de él. No había nadie más allí, y
la señora de limpieza parecía ser su ticket de ida hacia la libertad.
-¿Puede soltarme?
-No, no… -respondió ella antes de seguir limpiando.
-Por favor. O al menos explíqueme qué es este sitio.
-No, no… Yo no digo…
El tío de la limusina entró en el quirófano con una bata
blanca y miró a la limpiadora con rabia antes de coger unos guantes.
-¡Consuela! ¡Le tengo dicho que no limpie cuando estoy
trabajando!
-Yo limpio quirófano…
-Pues límpielo después.
-No, no, yo limpio ahora…
-¡Lárguese de aquí! –le gritó Castor sin paciencia.
-Está bien…
Esperó a que la señora se fuera para dirigirse a Bruce.
-¿Cómo se encuentra, señor Reese? ¿Bien? ¿Necesita más
tranquilizantes?
-¿Para qué iba a necesitar tranquilizantes? ¿Y por qué
estoy atado?
-Se puso usted bastante violento durante la operación.
Tuvimos que atarlo y darle una cantidad considerable de tranquilizantes. ¡Pero
parece que ya está usted bien! Comprobemos qué tal funciona.
-¡¿Qué operación?!
Castor le desató las correas y le inyectó una aguja sin
prestarle la menor atención.
-¿Por qué no me baila usted el aserejé?
-No pienso bailar eso… ¿Qué era esa aguja?
-¿No quiere? Yo sí. Baile el aserejé, por favor –pidió de
nuevo mirándolo directamente a los ojos.
La cabeza de Bruce comenzó a doler hasta el punto que
creía que estallaría. Sentía como si se estuviera electrocutando y podía oír la
voz de Castor dentro de su cabeza ordenándole que bailase el aserejé. Sin
haberlo pensado siquiera, sus músculos comenzaron a moverse solos haciéndolo a
bailar la canción de las Ketchup.
-¿Qué me está haciendo?
-Es un pequeño dispositivo que pongo a todos mis
trabajadores. Es en parte un GPS y a la vez me permite tener control mental
sobre ellos, por si acaso alguien decidiera traicionarme.
-Usted controla la mente a su gente, ¿quién iba a querer
traicionarle?
-No me gustan las ironías.
Se oyó una fuerte explosión y el quirófano voló por los
aires. Bruce cayó contra un árbol, levantó la cabeza y vio trozos metálicos que
volaban por los aires y lo que había sido el quirófano ardía en llamas. Se
encontraba en lo que parecía un bosque, y, aunque no sabía el camino de vuelta
a casa, salió corriendo justo antes de que se oyera otra explosión. Comenzó a
correr intentando no hacer caso de la sangre que le resbalaba por la pierna ni
del dolor que sentía por todas partes. De lejos pudo oír otra de esas
explosiones y una carcajada que ya tenía más que conocida de fondo. Agradeció a
Barney Green su aparición ya que le había dado la oportunidad de escapar. Siguió
un camino hasta que llegó a la ciudad y continuó corriendo hasta la comisaría
de policía.
-¡Mallory! ¡Mallory, necesito ver al inspector Rasnick! –gritó
a su compañera del pelo a lo afro.
-¿Bruce? ¿Dónde te habías metido? ¡Todo el mundo está
buscándote! ¿Por qué vas tan margullado? ¡Estás sangrando! ¿Y tu camisa?
-Mallory, por favor, deja de hacer preguntas y busca a
Rasnick.
En quince minutos se encontraba en el despacho del
inspector con un agente del EDSPGA y un coronel de la marina.
-Se hace llamar Castor –dijo el coronel tirando una
carpeta con la foto del tipejo pelirrojo sobre la mesa -. No sabemos su
verdadero nombre, pero sabemos que es un científico que se dedica a robar
secretos de estado y a atentar contra el país. Señor Reese, usted ha colaborado
con él y por ello me veo obligado a citarlo a un juicio castrense.
-¿Un lunático me implanta un chip y ahora me quieren
castrar?
-Reese… -le susurró el inspector al oído -, castrense de
militar, no de castrar.
-Oh…
-Coronel Marks, es obvio que Reese no sabía de quién se
trataba este individuo. Nuestra prioridad ahora debe ser sacarle ese
dispositivo al agente y dar con el paradero de Castor –dijo Rasnick.
-Bueno… tiene un buen expediente, lo dejaré pasar por
esta vez.
Al acabar la reunión Mallory lo agarró por detrás.
-Tienes que ir a visitar a alguien al hospital.
-¿Yo?
-¿Recuerdas a aquel dependiente del Corte Inglés?
-Le disparé por error… ¿es que no murió?
-¿Morir? ¡Le diste en la rodilla! Quiso verte en cuanto
recuperó la consciencia para agradecerte que lo salvaras de aquellos ladrones.
Bruce se sintió estúpido. No había matado a nadie, y si
hubiera preguntado antes se habría ahorrado tantas horas de culpabilidad y el
chip en su cabeza.