Barracuda

Posted by Unknown On 10:03 0 comentarios


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Barney Green se fue de pesca. No mucha gente sabe que los pirómanos también van de pesca de vez en cuando. Aunque lo cierto es que Barney Green era bastante reacio a acercarse mucho al agua.


Lo inquietaba la idea de saber que un niño de madera y un carpintero podían hacer fuego dentro de una ballena a pesar de la humedad.

Pero como la grasa de los peces es muy sana y él ya tenía alto el colesterol, tenía que hacer por llevar una vida saludable. De modo que se decidió; cogió su caña de pescar, robó una lancha motora y se fue a pescar.
Barney Green pasó tanto tiempo en aquella lancha esperando a que algún pez picara el anzuelo que se quedó dormido. Cuando despertó, ya era de noche y sólo había conseguido una bota, una dentadura con un diente verde (el cual le gustó bastante) y una maquinilla de afeitar. Se indignó por la cantidad de cosas útiles que tiraba la gente al lago, pero más lo indignaba tener que volver a casa con las manos vacías.

Justo cuando daba la vuelta, algo impactó de manera poco afectuosa contra la lancha. Barney Green se recolocó el sombrero y asomó su verde cabecilla para ver qué sucedía en el agua. Retrocedió bruscamente con la mano izquierda sobre su sombrero al ver unos ojos brillantes que le devolvían la mirada desde abajo.
De pronto hubo otra embestida y un pez extremadamente largo y gordo saltó dándole un rodeo a la lancha para volver a caer al agua. Saltó una vez más y cayó a los pies de Barney Green. Era una barracuda con una cabeza más grande que la suya, y parecía bastante nerviosa. Se movía frenéticamente en un intento de llegar hasta él y abría y cerraba la boca de forma amenazadora.

Barney Green se echaba hacia atrás con los ojos como platos mientras pensaba en cómo narices habría llegado una barracuda a aquel lago. Casi sin pensar y en su momento de mayor debilidad, lo único que pudo hacer fue sacarse un petardo del bolsillo y tirárselo a la barracuda dentro de la boca. Cuando explotó se le churrascó la cavidad gástrica y, del ruido que había hecho, la pobre barracuda se asustó y murió de un infarto.
Más contento que unas pascuas, cierto tipejo verde volvía silbando a su casa porque ya tenía cena. Ya había cocinado a su atacante y se sentaba a la mesa para zampárselo cuando llamaron a la puerta. Se levantó refunfuñando y abrió con malagana.

-¡Es aquí! ¡Entra, entra!

-Esto es una propiedad privada, Frank…

-¡Calla, cojones!

Barney Green se quedó plantado junto a la puerta abierta mientras Frank de la jungla y su cámara entraban en su casa.

-¡La ha hecho a la brasa!

-Es su cena, Frank, puede cocinarla como quiera…

-¡Hijo de la Gran Bretaña! ¡Nooooo!

Mientras Frank lloraba por la muerte de la barracuda y su cámara lo consolaba sin mucho éxito, el duende entró en la cocina con el ceño fruncido.

-¿Se puede saber cómo habéis descubierto este sitio?

-¡Seguíamos a la barracuda! –gritó Frank entre llantos.

-Las barracudas no andan, no podéis seguirlas –le dijo Barney Green con sorna.

-Pero seguimos el camino que dejaste detrás al llevar a la barracuda a cuestas –aportó el cámara de Frank, que parecía que tenía más conocimiento.

Barney Green iba a responder a eso cuando un grupo de indígenas vestidos con taparrabos y llenos de pinturas de guerra entraron en la cocina y se los llevaron a los tres a la fuerza. 

Cuando el duende abrió los ojos ya estaba amaneciendo. Se encontraba atado a un tótem junto a Frank de la jungla y su cámara. Ambos lloriqueaban mientras se retorcían en un intento de soltarse.

-¡Mierda! ¡Yo solía llevar una navaja de Albacete en los pantalones hasta que dijiste que podía cortarme un huevo por accidente… cagao! –se lamentaba Frank.

-Pero es cierto, Frank. Es peligroso llevar armas en los pantalones.

-¡¿Qué estamos haciendo aquí atados mientras unos tíos en calzoncillos bailan a Satanás?! –preguntó Barney Green mirando a su alrededor y al darse cuenta de que estaban en un poblado indígena.

Frank y su cámara le explicaron que la barracuda que había matado era del Chamán de las Barracudas, un chamán que criaba barracudas para llevarlas a las Olimpiadas Acuáticas cuando fueran mayores de edad. Al parecer una se había escapado del corral y había llegado hasta el duende. Ahora la tribu iba a vengarse porque su Chamán era un tío muy rarito que echaba maldiciones a todo el mundo y hacía flanes con las cabezas de la gente.

-Si te tapa su sombra se te congela la sangre y se te sale el corazón por el culo –lloriqueó Frank.

-Lo sé, Frank, yo también he oído eso –dijo el cámara de Frank de la jungla cerrando los ojos y esforzándose por no hacerse más pis encima.

Barney Green tenía otros planes; no iba a dejar que hicieran flan con su cabeza. A duras penas se sacó una cerilla del bolsillo, la encendió con el tótem y quemó las cuerdas. Una vez estuvieron libres, buscó una granada por su chaqueta y la lanzó. Frank y su cámara salieron corriendo porque sabían la que se avecinaba, pero los indígenas que se acercaron a ver qué era aquel artefacto se broncearon los dientes.

El duende dejó atrás el poblado y volvió a su casa para comerse su barracuda haciendo que una malévola y macabra carcajada resonara por todo el bosque durante horas.

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No hay nada peor que una vida solitaria, a no ser que te guste la soledad. Esta es la historia de un hombre que vivía completamente solo, con la televisión y su más grande adicción como única compañía.

Floyd Grant era un viejo cascarrabias delgaducho y con una gran mata de pelo canoso que disfrutaba los días mirando la televisión sentado en su sillón y vestido con su bata de terciopelo roja. Su comodidad dependía de aquel antiguo sillón verdoso y del canal más cutre de la historia que retransmitía las mentiras más estúpidas las 24 horas del día: la teletienda.

El señor Grant movía su gran barbilla mientras fruncía el ceño cada vez que mostraban un sospechoso artículo que lo hacía pensar en su dudosa pero magnífica utilidad. Entonces sólo tenía que coger el teléfono para incluirlo entre sus propiedades.

Su casa estaba tan llena de cosas inútiles y tan peculiarmente destartalada que todos sus vecinos pensaban que tenía el síndrome de Diógenes. Lo cual, obviamente, no era verdad. Él compraba aquellos inservibles objetos porque molaban mazo.

Todo se puso patas arriba el día en el que encargó un detector de psicofonías. En cuanto el repartidor tocó a la puerta, el señor Grant corrió hacia ella como sólo había visto correr a su madre la primera mañana de rebajas. Ansioso, le arrancó el paquete de las manos al repartidor y le cerró la puerta en las narices. Abrió el paquete y frunció el ceño.

-¡Oxígeno! –gritó un pato negro que salió del paquete.

Lo extraño no era el pato, sino la ausencia del detector de psicofonías. ¿Dónde estaría?

-¿Qué haces ahí dentro? ¡No te habrás comido mi detector de psicofonías!

-¿Detecta qué? Me metí en esa caja para huir de un cazador –dijo el pato ceceando a la par que sacaba sus patitas torpemente de la caja.

-¡Maldito pato ladrón!

-¡No soy un maldito pato ladrón, soy el pato Lucas! Y tú, viejo… ¡eres desppppreciable! –respondió escupiendo esta vez.

Dicho esto, el pato Lucas salió por la puerta con aire de ofendido. El señor Grant se disponía a quejarse por aquel envío tan poco profesional, así que fue a buscar sus llaves. Se dirigió al aparador y sacó una redecilla para el pelo fosforescente, un colgante de oro musical, una zapatilla con la suela de cemento y unos dados brillantes que siempre daban 3; y justo al fondo pudo encontrar sus llaves.

Fue a la calle y buscó un taxi, pero al llevar aquellas pintas de loco todo despeinado y con el batín rojo ninguno quiso llevarlo. Miró el horario de autobuses y se dio cuenta de que los había perdido todos simultáneamente, así que su única opción era ir con un mono vestido de chófer que conducía un cortacésped y que pasaba casualmente por allí.

-¿Puedes llevarme?

-¡Por supuesto! –dijo el monete haciéndole espacio al señor Grant, que subía con dificultad porque se escurría con las alpargatas. -¿A dónde te llevo, muñeco?

-A la tienda de la teletienda.

-Bien… ¡agárrate al filtro de aire y no acerques los pies a las cuchillas!

El monete y el señor Grant viajaban por la carretera a una velocidad de 3km/h, con el viento pegándoles en la cara y dispuestos a llegar a su destino.

Después de chocarse con tres farolas, una boca de incendios y atropellar a dos señoras en un paso de cebra, consiguieron llegar a la tienda de la teletienda. Entonces llegó la hora de la despedida.

-Muchas gracias, mono del cortacésped.

-¿Volveremos a vernos algún día? –preguntó el monete con los ojos cristalinos.

-Sólo el destino lo dirá, amigo mío –respondió el señor Grant. 

Y antes de echarse a llorar, dio media vuelta y entró a la tienda de la teletienda para reclamar sobre su detector de psicofonías. Se dirigió a una dependienta pelirroja que mascaba chicle con la boca abierta.

-Disculpe, vengo por mi detector de psicofonías.

-Un momento, por favor, enseguida lo atiendo –le dijo con una sonrisa antes de coger el teléfono y apretar a un botón -. ¿George? Tengo a un loco que habla de sionofobias aquí. Sí, ven y ocúpate tú de él –colgó el teléfono y volvió a dirigirse al señor Grant -. Un momento, por favor.

Un tipo corpulento vestido con un traje negro y un pinganillo en la oreja se acercó al señor Grant.

-¿Algún problema, señor? –le preguntó amenazadoramente.

-Sí, encargué un detector de psicofonías y en mi paquete sólo vino un pato.

-Oh, lo siento señor, es la tercera vez esta semana. Venga conmigo al almacén y le daremos su ejemplar.

El señor Grant salía muy feliz de la tienda de la teletienda con su detector de psicofonías bajo el brazo cuando un mono que conducía un cortacésped lo atropelló al cruzar el paso de cebra.

-¡Oh, no! ¡He matado a mi compañero de la carretera, soy un monstruo! –se lamentó el mono.

A pesar de su pena, el monito sabía que aquello que llevaba el viejo sólo podía ser el famoso detector de psicofonías. Si lo usaba, podría oír las últimas palabras que su querido compañero tuviera que decirle. Abrió el paquete y sacó de él un injerto de tuba y gramola con muchos botoncitos de colores. Se puso lo que sería la boquilla de una tuba en el oído y subió el volumen al máximo para poder oír el último mensaje del señor Grant para él:

-¡Maldito mono canalla!

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El poder de los libros

Posted by Unknown On 10:48 1 comentarios


Benjy Gilbert era un bibliotecario cualquiera que había vivido toda su vida en el campo. La vida allí era monótona y nunca sucedía nada nuevo. Era una vida tranquila y apacible, donde todos conocían a la perfección a sus vecinos.

Todo eso cambió una mañana de verano cuando los habitantes de Campoliso observaron la llegada de un camión de mudanzas. Las pertenencias de aquel camión eran de la familia Fetch, un matrimonio con un perro y un hijo. El hombre era alto y extremadamente delgado, con una larga cabellera negra que cubría sus hombros. Su mujer, por el contrario, parecía un tapón de balsa de 4 kilómetros de radio y era medio calva. En cuanto al niño y al perro… podríamos decir que eran casi idénticos. 

El señor Fetch se dedicaba a vender eBooks, la última tendencia en la ciudad y, para el gusto de Benjy Gilbert, una completa aberración. ¿Qué gracia tenía leer un libro si no podías disfrutar de su olor, sentir el tacto al pasar las páginas, guardarlo durante años o quejarte de lo mucho que pesa cuando cargas con él en el metro? Simplemente, ninguna.

Aquella familia ya se había camelado a todo el pueblo menos al joven bibliotecario, que se negaba a rebajarse a tal nivel. Como todas las mañanas, él abría la biblioteca y pasaba el día esperando a que alguien entrase, aunque sabía que realmente nadie iba a hacerlo.

O eso pensaba antes de ver entrar a un viejo alto y destartalado que vestía con un traje gris a rayas. Llegó corriendo, abrió las puertas de la biblioteca de golpe, miró a ambos lados y volvió a correr hacia Benjy. A penas le quedaba aire cuando se dirigió hacia él.

-¡Oh, una biblioteca abierta, acabas de salvarnos a todos!

Benjy se enorgulleció, pensando que aquel extraño también opinaba lo mismo que él.

-Necesito libros sobre feriantes, transformaciones paranormales y control mental.

-¿Perdón?

-Lo sé, nadie suele tener libros sobre feriantes –dijo el hombre poniendo los ojos en blanco -. ¡Es una emergencia, por favor!

Perplejo, le buscó toda la información que tenía al extravagante tío que acababa de colarse en la biblioteca.

-¿Tiene carnet de socio? –preguntó amablemente.

-¡No fastidies, tengo prisa! ¿Le has comprado algún eBook al señor Fetch?

-No.

-¿Estás seguro? ¿No has tocado ninguno?

-Ya le he dicho que no. ¿Quién rayos es usted?

-Profesor Sephard –respondió tendiéndole la mano -. Tú podrás ayudarme, ¡ven conmigo!

-No puedo dejar desatendida la biblioteca.

-¿De veras crees que alguien vendrá?

Antes de que pudiera darse cuenta, Benjy se encontraba con el profesor Sephard dentro de su coche tapado por una lona.

-Los Fetch no son lo que parecen. Están usando los eBooks para convertir a la gente en su ejército.

-¿En su ejército?

-Sí, yo antes era bibliotecario en el pueblo de al lado.

-¿En el pueblo de al lado?

-¿Quieres dejar de repetirlo todo?

-Lo siento. Pero no hay ningún pueblo al lado, solo granjas –dijo Benjy desconcertado.

-Exacto. Antes sí lo había, pero vinieron los Fetch y se comieron el cerebro de toda la población.

-Un momento, profesor, ¿es que comen cerebros? ¿Y para qué quieren un ejército?

-No se los comen literalmente. El señor Fetch comenzó vendiendo artículos de limpieza como feriante, pero el negocio le salió mal. Ahora los eBooks que venden están controlados por la familia. Las pilas de estos eBooks emiten una radiación que alteran la frecuencia de la actividad neuronal humana y así consigue controlar sus mentes. 

-¿Los eBook tienen pilas?

-Estos sí. Una vez los controla es solo cuestión de tiempo que se transformen.

-¿Pero transformarse… en qué?

-¡En su ejército de teletubbies! Muchos piensan que los teletubbies son de este planeta, no sé qué les haría pensar eso. Quieren un ejército para incrementar la prosperidad de su negocio familiar de la cría de vacas. Pretenden montar una hamburguesería y engordar a todo el planeta para después montar una multinacional de herbolarias dietéticas y hacerse ricos. ¡Tenemos que detenerlos!

-¿Y cómo lo hacemos?

-Nos colamos en casa de los Fetch, destruimos el cargador de pilas central y los apresamos. Actuaremos esta noche.

Y así lo hicieron. Benjy y el profesor Sephard se armaron hasta los dientes aquella noche para llevar a cabo su escrupuloso y benévolo plan.  Se desplazaban por las alcantarillas bajo las calles del pueblo para evitar cruzarse con el ejército de teletubbies de los Fetch. Se congelaron en el sitio y se les heló la sangre al escuchar una voz que gritaba frenéticamente.

-¡Joder! ¡Grábala, grábala que se menea! ¡Pero sácame a mí también!

-Cuidado Frank, esa anguila eléctrica parece bastante nerviosa. Podría ser peligroso –dijo el cámara de Frank de la jungla con la voz temblorosa.

-¡Calla cojones! ¡Cagao, que eres un cagao!

Benjy no sabía si sorprenderse más por encontrarse a Frank de la jungla dentro de una alcantarilla o por la anguila eléctrica que nadaba en aguas residuales.

El profesor Sephard sonrió con alegría.

-¡Tampoco habéis comprado ningún eBook! ¡Podéis venir con nosotros y vencer a los Fetch!

-¿Qué mierda dice este tío? –preguntó el cámara de Frank.

-O lo han alelao los vapores de la alcantarilla o lo ha electrocutao una anguila. ¡Joder! ¡Joder, que hay más! ¡A ver si nos las encontramos, corre!

Y dicho esto ambos salieron corriendo en busca de más anguilas eléctricas en la alcantarilla. Benjy y el profesor Sephard salieron del pestilente conducto una vez estuvieron bajo la casa de los Fetch. Unos cuantos teletubbies con tutús rodeaban la casa, y lo que quedaba del colorido ejército marchaba por las calles con paso uniforme. 

Se las apañaron para entrar torpemente por la ventana y colarse en la sala donde se encontraba el gigantesco cargador de pilas con el que controlaban a la población. 

El profesor Sephard sacó un martillo de su bolsillo cuando el señor Fetch entró por la puerta y se convirtió en un Tinky Winky con dos radares por ojos que hacía ruido metálico al caminar.

-¿Qué creéis que estáis haciendo aquí? –dijo agarrándolos del cuello para después lanzarlos contra la pared con una fuerza descomunal.

Ambos se retorcían cual abuelitas con reúma en el suelo hasta que el profesor gritó:

-¡Gilbert! Usa lo mejor que tenemos… ¡piensa en los libros!

El profesor tenía razón, los libros eran los únicos que podrían salvarlos en aquel momento. Benjy se sacó de la chaqueta su libro de Harry Potter y el cáliz de fuego edición de bolsillo y se lo tiró al señor Fetch a la cabeza, aturdiéndolo y haciendo que cayera al suelo.

-¡Lo conseguiste, chico! –grito eufórico el profesor Sephard.

Se levantó rápidamente y golpeó al cargador de pilas gigante con su martillo, desquebrajándolo. Un montón de luz emanó de él y salió por la ventana, convirtiendo a todos los teletubbies en humanos de nuevo.

La señora Fetch, el niño y el perro entraron en la habitación, aullaron y se convirtieron en los tres teletubbies restantes del cuarteto para levantar al señor Fetch, quien parecía un pato mareao, y los cuatro ascendieron hacia el cielo, resplandecientes.
 
El profesor Sephard se acercó sonriente al joven bibliotecario y le tendió la mano.

-Has hecho un buen trabajo, chico. Creo que ahora podremos emprender más de una aventura juntos.

-Ni se le ocurra. Ya he tenido suficiente por hoy –respondió Benjy dándole la mano mientras reía.

Y aquel día sus caminos se separaron. Por muy interesante que pudiera resultar toda aquella lucha contra los malvados, él prefería luchar desde los libros de su preciada biblioteca.

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¡Se acaba la espera!

Posted by Unknown On 8:47 0 comentarios

Hace tiempo que no tengo tiempo para mí misma, y eso significa que no he tenido ni un solo momento para ponerme a escribir. Eso no quiere decir que no tenga ideas nuevas, que las tengo. Sin embargo, todas están archivadas en mi cabeza y se mueren por ser escritas. 
Oh sí, señores, las ideas quieren escapar de la materia gris que las aprisiona; y probablemente lo consigan durante estas vacaciones.


(Descripción gráfica del interior de mi cabeza)

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No tan mala persona

Posted by Unknown On 5:55 0 comentarios

Era una fría mañana de invierno cuando Barney Green salió a dar un paseo a las cuatro de la madrugada. Una ráfaga de viento le heló la coronilla y le tiró el sombrero al suelo. Refunfuñando, se agachó para recogerlo, pero otra ráfaga traviesa quiso fastidiarlo y movió su bombín hasta el medio de la calle.


Corrió para coger su sombrero. A penas lo había tocado cuando lo embistió un automóvil. Green se golpeó fuertemente la cabeza contra el parabrisas, resbaló por el capó y rodó por los suelos. 
El tío del coche pensó que le había dado a un ciervo y se dio a la fuga para no tener que pagar la multa. El duende se arrastró como pudo hasta la cuneta. No podía levantarse, sangraba y por dolerle le dolía hasta el apellido. Quiso reincorporarse, pero sentía una molestia tan punzante que lo único que pudo hacer fue tumbarse boca arriba hasta que todo se redujo a dolor y oscuridad.

Barney Green se despertó sobre lo que parecía ser… una nube. Todo tenía color azul celeste y había adornos resplandecientes por todas partes. Se dio cuenta de que el suelo no estaba formado por baldosas, sino por nubes. Se temió lo peor. De un brinco, se puso en pie y se miró las manos y los pies. Ya no le dolía nada ni tenía sangre. La cosa se estaba poniendo fea.

-Veo que ya ha despertado… Debe usted confirmar que ha llegado.

-Confirmar que he llegado, confirmar que he llegado… -refunfuñó Green.

-Dese prisa, ha de firmar. Al jefe no le gusta esperar.

-¿Estás haciendo rimas?

-Que no te quepa duda. ¿Boli o pluma?

-¡Qué patético! ¿A qué te dedicas?

-Yo soy San Pedro, y cuido las puertas del cielo.

-¿El cielo? No, no, no… Debe haber un error. Yo soy malo, siempre he sido malo.

-No se llega aquí sin razón, tal vez tengas un buen corazón.

-¡No! ¡No, no, no! No pienso quedarme en este sitio repipi lleno de gente cutre y sin ritmo como tú. Es imposible que alguien pensara que mi sitio está en el cielo, definitivamente debe haber un error. Yo soy malo –rió nerviosamente.

-Acepto tu teoría, nadie osaría despreciar mi poesía.

-Yo lo hago. Me quiero ir de aquí, ni siquiera tengo cerillas… -se lamentó infantilmente el duende.

-Si te quieres largar, tendrás que pasar unas antiguas pruebas. Son fáciles de realizar, y nunca nadie las cambia por nuevas.

San Pedro chasqueó sus dedos y envió a Barney Green al lado de una mujer que lloraba y gritaba con desesperación. Enfrente de ellos había una casa en llamas, y podía verse a un bebé llorando también desde la ventana.

-¡Mi bebé! ¡Mi bebé! ¡Que alguien salve a mi bebé! –exclamaba la mujer.

El duende miró a la madre, miró al niño, y no se lo pensó dos veces. Cogió a la mujer a cuestas, la llevó hasta la casa y la encerró dentro. Comenzó a saltar y a reír mientras oía como madre e hijo lloraban dentro de la casa.

San Pedro apareció a su lado.

-Tu actuación ha sido la adecuada, tienes la entrada al cielo asegurada.

-¡Pero si acabo de tirar a esa mujer al fuego!

-Has reunido a un hijo con su madre. Serán felices mientras nada los separe.

-Será posible… ¡envíame a la siguiente prueba!

San Pedro volvió a chasquear sus dedos y esta vez Barney Green apareció dentro de un coche estacionado en el aparcamiento de un súper. Por el retrovisor vio como un hombre guardaba bolsas en el maletero. Rápidamente cortó los frenos al coche y se escondió entre risas pensando en lo que iba a pasar. 
El hombre se subió al coche y al llegar a carretera no pudo frenar, chocó con un camión que volcó, hubo una explosión y se incendió el asfalto.

El duende volvió a reír satisfecho.

-¿Qué hay de eso? ¡Ha sido la prueba de ingreso al purgatorio! ¡JAJAJA!

San Pedro volvió a aparecer junto a él.

-Excelente decisión, ni yo lo hubiera hecho mejor.

-¿En serio? ¡Si se ha muerto!

-Has evitado que ese hombre fuera a comprar tabaco y abandonara a su esposa. Le daré el pésame de tu parte, también le enviaré una rosa.

-¡Siguiente prueba!

San Pedro chasqueó los dedos como las veces anteriores y envió a Barney Green a una tienda de licores. Miró a su alrededor y no vio nada especial. Desesperado por obrar mal, cogió una botella de absenta y se la estampó en la cabeza a un tío que pasaba por su derecha. 

San Pedro apareció junto al sangrante individuo que acababa de caer al suelo.

-Esa ha sido una buena enmienda, puesto que este malhechor pretendía atracar la tienda.

-¡Venga, hombre, tienes que estar bromeando!

-He sido totalmente sincero, ahora debemos volver al cielo –se sacó el busca del bolsillo y lo miró con sorpresa -. Señor, pero qué es lo que veo… ¡eres un forastero! Tu hora no ha llegado todavía, volveremos a vernos otro día.

Y dicho esto, volvió a chasquear los dedos. Barney Green volvió a encontrarse tumbado en la cuneta. Dolorido, se puso en pie y recogió su bombín del suelo. 

-Qué lástima, se ha hecho un agujero. Ahora tendré que arreglarlo o ir a comprar otro nuevo.

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