No hay nada
peor que una vida solitaria, a no ser que te guste la soledad. Esta es la
historia de un hombre que vivía completamente solo, con la televisión y su más
grande adicción como única compañía.
Floyd Grant
era un viejo cascarrabias delgaducho y con una gran mata de pelo canoso que
disfrutaba los días mirando la televisión sentado en su sillón y vestido con su
bata de terciopelo roja. Su comodidad dependía de aquel antiguo sillón verdoso
y del canal más cutre de la historia que retransmitía las mentiras más
estúpidas las 24 horas del día: la teletienda.
El señor
Grant movía su gran barbilla mientras fruncía el ceño cada vez que mostraban un
sospechoso artículo que lo hacía pensar en su dudosa pero magnífica utilidad.
Entonces sólo tenía que coger el teléfono para incluirlo entre sus propiedades.
Su casa
estaba tan llena de cosas inútiles y tan peculiarmente destartalada que todos
sus vecinos pensaban que tenía el síndrome de Diógenes. Lo cual, obviamente, no
era verdad. Él compraba aquellos inservibles objetos porque molaban mazo.
Todo se puso
patas arriba el día en el que encargó un detector de psicofonías. En cuanto el
repartidor tocó a la puerta, el señor Grant corrió hacia ella como sólo había
visto correr a su madre la primera mañana de rebajas. Ansioso, le arrancó el
paquete de las manos al repartidor y le cerró la puerta en las narices. Abrió el
paquete y frunció el ceño.
-¡Oxígeno! –gritó
un pato negro que salió del paquete.
Lo extraño
no era el pato, sino la ausencia del detector de psicofonías. ¿Dónde estaría?
-¿Qué haces
ahí dentro? ¡No te habrás comido mi detector de psicofonías!
-¿Detecta
qué? Me metí en esa caja para huir de un cazador –dijo el pato ceceando a la
par que sacaba sus patitas torpemente de la caja.
-¡Maldito
pato ladrón!
-¡No soy un
maldito pato ladrón, soy el pato Lucas! Y tú, viejo… ¡eres desppppreciable! –respondió
escupiendo esta vez.
Dicho esto,
el pato Lucas salió por la puerta con aire de ofendido. El señor Grant se
disponía a quejarse por aquel envío tan poco profesional, así que fue a buscar
sus llaves. Se dirigió al aparador y sacó una redecilla para el pelo
fosforescente, un colgante de oro musical, una zapatilla con la suela de
cemento y unos dados brillantes que siempre daban 3; y justo al fondo pudo
encontrar sus llaves.
Fue a la
calle y buscó un taxi, pero al llevar aquellas pintas de loco todo despeinado y
con el batín rojo ninguno quiso llevarlo. Miró el horario de autobuses y se dio
cuenta de que los había perdido todos simultáneamente, así que su única opción
era ir con un mono vestido de chófer que conducía un cortacésped y que pasaba
casualmente por allí.
-¿Puedes
llevarme?
-¡Por
supuesto! –dijo el monete haciéndole espacio al señor Grant, que subía con
dificultad porque se escurría con las alpargatas. -¿A dónde te llevo, muñeco?
-A la tienda
de la teletienda.
-Bien…
¡agárrate al filtro de aire y no acerques los pies a las cuchillas!
El monete y
el señor Grant viajaban por la carretera a una velocidad de 3km/h, con el
viento pegándoles en la cara y dispuestos a llegar a su destino.
Después de
chocarse con tres farolas, una boca de incendios y atropellar a dos señoras en
un paso de cebra, consiguieron llegar a la tienda de la teletienda. Entonces
llegó la hora de la despedida.
-Muchas
gracias, mono del cortacésped.
-¿Volveremos
a vernos algún día? –preguntó el monete con los ojos cristalinos.
-Sólo el
destino lo dirá, amigo mío –respondió el señor Grant.
Y antes de
echarse a llorar, dio media vuelta y entró a la tienda de la teletienda para
reclamar sobre su detector de psicofonías. Se dirigió a una dependienta
pelirroja que mascaba chicle con la boca abierta.
-Disculpe,
vengo por mi detector de psicofonías.
-Un momento,
por favor, enseguida lo atiendo –le dijo con una sonrisa antes de coger el
teléfono y apretar a un botón -. ¿George? Tengo a un loco que habla de
sionofobias aquí. Sí, ven y ocúpate tú de él –colgó el teléfono y volvió a
dirigirse al señor Grant -. Un momento, por favor.
Un tipo
corpulento vestido con un traje negro y un pinganillo en la oreja se acercó al
señor Grant.
-¿Algún
problema, señor? –le preguntó amenazadoramente.
-Sí,
encargué un detector de psicofonías y en mi paquete sólo vino un pato.
-Oh, lo
siento señor, es la tercera vez esta semana. Venga conmigo al almacén y le
daremos su ejemplar.
El señor
Grant salía muy feliz de la tienda de la teletienda con su detector de
psicofonías bajo el brazo cuando un mono que conducía un cortacésped lo
atropelló al cruzar el paso de cebra.
-¡Oh, no! ¡He
matado a mi compañero de la carretera, soy un monstruo! –se lamentó el mono.
A pesar de
su pena, el monito sabía que aquello que llevaba el viejo sólo podía ser el
famoso detector de psicofonías. Si lo usaba, podría oír las últimas palabras
que su querido compañero tuviera que decirle. Abrió el paquete y sacó de él un injerto
de tuba y gramola con muchos botoncitos de colores. Se puso lo que sería la
boquilla de una tuba en el oído y subió el volumen al máximo para poder oír el
último mensaje del señor Grant para él:
-¡Maldito mono
canalla!