Frederich Whitman era un tipo normal. Tenía un trabajo
normal, una casa normal, vestía con ropa normal y hasta tenía un corte de pelo
normal. Su vida se había convertido en una auténtica rutina desde que se fue de
casa de sus padres, pero a él no le importaba. Le gustaba ser normal. O eso era
lo que él creía hasta que un día todo cambió.
Era una mañana soleada de un jueves aparentemente normal. Frederich se levantó, cogió el metro, y llegó a la agencia inmobiliaria donde trabajaba. Ese día, justo cuando estaba a punto de levantarse a por un café, le comunicaron que su jefe quería verlo. Eso era muy poco corriente, ya que nunca le habían llamado la atención en el trabajo. Para su sorpresa, lo que el jefe le dijo no tenía nada que ver con una de sus usuales reprimendas hacia los empleados. Lo habían trasladado a un pueblecito a trescientos kilómetros para vender una casa que, al parecer, nadie quería comprar por razones desconocidas.
Varios compradores habían dado señales de estar interesados por aquella casa, pero al día siguiente todos cambiaban de opinión y se marchaban sin dar explicación alguna. Era algo que simplemente se le resistía a su jefe, él necesitaba vender esa casa y estaba dispuesto a trasladar a tanta gente como fuera necesaria para ello.
Frederich, ni corto ni perezoso, aceptó gustosamente la orden de su superior. El viernes por la noche llegó al pequeño pueblo donde tendría que vivir hasta que completara su misión. Tenía que reconocer que estaba entusiasmado por haber cambiado de aires tan repentinamente. De pronto se encontraba haciendo cosas que antes no habían estado en su agenda. Todo fue improvisado, y a Frederich le gustó tener que improvisar.
Pasó la noche en un hostal que la agencia le había pagado, y madrugó bastante el sábado para ir a visitar aquella casa que nadie quería. Se afeitó cuidadosamente y desayunó un huevo frito y un zumo de manzana. Aquello le hizo sonreír, ya que él siempre desayunaba un huevo frito y un zumo de naranja. Pequeños detalles como el diferente sabor del zumo del desayuno lo hacían sentir como si viviera al límite.
Fue caminando hasta la casa. Estaba en la plaza del pueblo, era grande y bonita, con un jardín rodeado por una verja de hierro negro. Jamás se le habría ocurrido un solo inconveniente para que alguien no quisiera comprar aquella casa. Entró y vio que era bastante corriente. Las paredes tenían un papel azul verdoso con adornos blancos, y el suelo estaba hecho de parqué antiguo. Había dos plantas, un sótano y un desván. Mientras subía a la segunda planta, Frederich sintió un escalofrío en la nuca y le dio la sensación de que alguien lo seguía. Se volteó rápidamente pero no había nadie, así que decidió continuar. Estuvo en tensión durante su visita a la casa, ya que aquella sensación no desaparecía. Decidió atribuir aquel extraño e inusual comportamiento en él al cansancio. Se sentía tonto dando vueltas bruscas y asustándose de su propia sombra cuando sabía perfectamente que no había nadie en aquella casa. Entró a la habitación más grande de la segunda planta y se asomó a la ventana; tenía muy buenas vistas. Entonces oyó un golpe seco y, sobresaltado, giró sobre sus talones esperando encontrar algo detrás de él. Pero no había nada. Volvió a girarse hacia la ventana y dio un grito ahogado al ver que los cristales estaban empañados y se podía leer claramente la palabra “SÁCAME” en ellos. Del susto, Frederich comenzó a correr escaleras abajo, cuando volvió a escuchar otro golpe. No sabía bien por qué, pero algo lo obligó a pararse. Estaba solo en el recibidor, y de la nada le apareció un fuerte deseo de ir al sótano. Dando pasos largos y calmados, bajó en silencio las escaleras. Estaba todo oscuro y lleno de polvo, era la parte más descuidada de la casa. Entonces escuchó cómo la puerta se cerraba de golpe antes de que sonara una fuerte y amarga carcajada. Frederich, a quien le sudaban las manos, miró a su alrededor. No había nada ni nadie allá abajo. Excepto un cuadro tapado con una sábana. Curioso, Frederich se acercó y lo destapó. Era un cuadro bastante feo, tenía un paisaje en llamas muy mal logrado con un hombrecito verde y de sonrisa malévola en el centro de la fogata. Lo que sucedió a continuación hizo que nuestro amigo de la inmobiliaria cayera de rodillas al suelo tapándose los oídos. Comenzaron a escucharse gritos de agonía, plegarias y una fuerte carcajada a la vez. Las voces suplicaban “¡Por el amor de Dios, sácame de aquí, sácame!”, otras rezaban sin cesar y la carcajada paraba para respirar y continuaba después de gritar “¡Que arda, que arda!”. Y como si la casa obedeciera las órdenes de aquella repelente voz, todo comenzó a arder. Frederich subió corriendo las escaleras e intentó abrir la puerta, pero no pudo. Desesperado, miró a todas partes y le pareció ver que el hombre verde del cuadro le guiñaba un ojo. En esos momentos deseaba seguir siendo normal. Cuando el fuego comenzó a crecer y el humo se hizo espeso, Frederich se desmayó.
Era una mañana soleada de un jueves aparentemente normal. Frederich se levantó, cogió el metro, y llegó a la agencia inmobiliaria donde trabajaba. Ese día, justo cuando estaba a punto de levantarse a por un café, le comunicaron que su jefe quería verlo. Eso era muy poco corriente, ya que nunca le habían llamado la atención en el trabajo. Para su sorpresa, lo que el jefe le dijo no tenía nada que ver con una de sus usuales reprimendas hacia los empleados. Lo habían trasladado a un pueblecito a trescientos kilómetros para vender una casa que, al parecer, nadie quería comprar por razones desconocidas.
Varios compradores habían dado señales de estar interesados por aquella casa, pero al día siguiente todos cambiaban de opinión y se marchaban sin dar explicación alguna. Era algo que simplemente se le resistía a su jefe, él necesitaba vender esa casa y estaba dispuesto a trasladar a tanta gente como fuera necesaria para ello.
Frederich, ni corto ni perezoso, aceptó gustosamente la orden de su superior. El viernes por la noche llegó al pequeño pueblo donde tendría que vivir hasta que completara su misión. Tenía que reconocer que estaba entusiasmado por haber cambiado de aires tan repentinamente. De pronto se encontraba haciendo cosas que antes no habían estado en su agenda. Todo fue improvisado, y a Frederich le gustó tener que improvisar.
Pasó la noche en un hostal que la agencia le había pagado, y madrugó bastante el sábado para ir a visitar aquella casa que nadie quería. Se afeitó cuidadosamente y desayunó un huevo frito y un zumo de manzana. Aquello le hizo sonreír, ya que él siempre desayunaba un huevo frito y un zumo de naranja. Pequeños detalles como el diferente sabor del zumo del desayuno lo hacían sentir como si viviera al límite.
Fue caminando hasta la casa. Estaba en la plaza del pueblo, era grande y bonita, con un jardín rodeado por una verja de hierro negro. Jamás se le habría ocurrido un solo inconveniente para que alguien no quisiera comprar aquella casa. Entró y vio que era bastante corriente. Las paredes tenían un papel azul verdoso con adornos blancos, y el suelo estaba hecho de parqué antiguo. Había dos plantas, un sótano y un desván. Mientras subía a la segunda planta, Frederich sintió un escalofrío en la nuca y le dio la sensación de que alguien lo seguía. Se volteó rápidamente pero no había nadie, así que decidió continuar. Estuvo en tensión durante su visita a la casa, ya que aquella sensación no desaparecía. Decidió atribuir aquel extraño e inusual comportamiento en él al cansancio. Se sentía tonto dando vueltas bruscas y asustándose de su propia sombra cuando sabía perfectamente que no había nadie en aquella casa. Entró a la habitación más grande de la segunda planta y se asomó a la ventana; tenía muy buenas vistas. Entonces oyó un golpe seco y, sobresaltado, giró sobre sus talones esperando encontrar algo detrás de él. Pero no había nada. Volvió a girarse hacia la ventana y dio un grito ahogado al ver que los cristales estaban empañados y se podía leer claramente la palabra “SÁCAME” en ellos. Del susto, Frederich comenzó a correr escaleras abajo, cuando volvió a escuchar otro golpe. No sabía bien por qué, pero algo lo obligó a pararse. Estaba solo en el recibidor, y de la nada le apareció un fuerte deseo de ir al sótano. Dando pasos largos y calmados, bajó en silencio las escaleras. Estaba todo oscuro y lleno de polvo, era la parte más descuidada de la casa. Entonces escuchó cómo la puerta se cerraba de golpe antes de que sonara una fuerte y amarga carcajada. Frederich, a quien le sudaban las manos, miró a su alrededor. No había nada ni nadie allá abajo. Excepto un cuadro tapado con una sábana. Curioso, Frederich se acercó y lo destapó. Era un cuadro bastante feo, tenía un paisaje en llamas muy mal logrado con un hombrecito verde y de sonrisa malévola en el centro de la fogata. Lo que sucedió a continuación hizo que nuestro amigo de la inmobiliaria cayera de rodillas al suelo tapándose los oídos. Comenzaron a escucharse gritos de agonía, plegarias y una fuerte carcajada a la vez. Las voces suplicaban “¡Por el amor de Dios, sácame de aquí, sácame!”, otras rezaban sin cesar y la carcajada paraba para respirar y continuaba después de gritar “¡Que arda, que arda!”. Y como si la casa obedeciera las órdenes de aquella repelente voz, todo comenzó a arder. Frederich subió corriendo las escaleras e intentó abrir la puerta, pero no pudo. Desesperado, miró a todas partes y le pareció ver que el hombre verde del cuadro le guiñaba un ojo. En esos momentos deseaba seguir siendo normal. Cuando el fuego comenzó a crecer y el humo se hizo espeso, Frederich se desmayó.
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